Ella me mira
sin darse cuenta que la veo.
O tal vez sí lo sabe
y juega a no saberlo.
El mundo sigue,
las luces tiemblan,
las conversaciones flotan,
pero en el fondo,
hay un silencio que grita.
Yo,
un cuarentón con ciertas victorias,
con el amor al lado
y la calma ganada a fuerza de tropiezos.
Ella,
joven como un verano en plena siesta,
con labios que no dicen,
pero insinúan universos.
Intercambiamos miradas
como quien pasa contrabando de emociones.
No hay pecado,
pero hay tensión.
No hay palabras,
pero todo se entiende.
Está con alguien.
Yo también.
Pero durante un segundo eterno,
el tiempo se suspendió
entre lo que no será
y lo que pudo haber sido.
No la deseo.
La reconozco.
Como se reconoce
un reflejo no vivido.
Y vuelvo a mi amada
con una sonrisa apenas torcida,
agradecido de que la vida
todavía sepa jugar
con la ceniza
sin quemarlo todo.
La banda toca It’s My Life,
y por un instante todo se vuelve videoclip.
Luces bajas,
copas en la mesa,
y ella,
ella que sonríe sin pudor
como si el mundo le debiera esa noche.
No mira a su cita,
no busca aprobación.
Me mira a mí,
con la liviandad de quien no tiene que rendir cuentas,
con la osadía de saberse deseada
y la libertad de no hacer nada al respecto.
Yo apenas asiento con la cabeza,
como quien reconoce una chispa
en medio del incendio que no será.
Mi amada canta a mi lado,
desafinada, feliz,
ajena al cruce de fuegos que sucede a metros.
Y en ese pequeño desliz del universo,
donde los ojos dicen lo que las bocas callan,
ella vuelve a su copa
como si no hubiera pasado nada.
Pero yo sé.
Ella también.
Que algo se escribió esa noche,
sin tinta, sin labios,
pero con ritmo de rock
y fuego contenido.
Mientras suena la banda,
yo escribo esta historia.
Porque a veces,
lo que no se vive,
también merece memoria.
No tengo que pedir perdón,
porque yo tengo claro lo que quiero.
Y aunque el deseo a veces se asome,
jamás pondría en riesgo
lo que me sostiene,
lo que elegí con el alma
y sigo eligiendo
cada día que despierto a su lado.