“Muero porque no muero”
— Santa Teresa de Jesús, Vivo sin vivir en mí
(c. 1572–1577)
I
Fuiste tú.
Tú,
mi igual,
mi compañero,
mi íntimo amigo.
¿Y ahora?
El beso.
Ah… el beso.
Esa rosa envenenada,
que florece en mi mejilla,
como sentencia
en la oscuridad
de la noche.
II
Heme aquí,
postrado
en el empedrado.
La justicia,
sin manos,
se disuelve en agua,
y me pregunta
sin esperar respuesta,
mientras el pueblo grita
con la boca
de otro.
III
Entonces,
vino el oficio
del látigo.
Uno,
otro,
y otro más.
La carne se abría,
como tierra reseca
que se quiebra al sol
y que tiene sed.
Y yo… callaba.
IV
Y el dolor de la espina
y la burla,
clavadas como púas,
bebían de mi carne,
y reían.
V
“¡Crucifícalo!”
gritaban,
y sus voces
eran veneno
en sus bocas.
VI
El madero me abrazó,
como si me esperara
desde su simiente.
Mis manos,
clavadas en la verdad de la carne,
se alzaron
como ramas de un árbol,
entre Dimas
y Gestas.
Y la tierra
se tragó mis gritos.