Y si te dijera
que el imperio se arranca la piel con las propias uñas,
que el dólar —ese dios de papel y promesas—
se va hundiendo,
no por error,
sino por diseño.
Que hay una estrategia en el desmoronarse,
una arquitectura en la ruina,
como quien rompe el espejo
no por accidente,
sino para fundir el vidrio
y hacer una corona nueva.
No es delirio:
es ajedrez sin tablero.
Una jugada que sangra a Oriente
mientras sonríe en Occidente.
China —ese gigante de humo y fábricas—
se asfixia con el mismo aire que vendía,
y el obrero pierde su sombra
en una fila de despidos.
Y en la caída del dólar,
en el temblor del mercado,
ellos —los de siempre—
levantan una nueva torre:
más alta, más fría,
hecha no de billetes,
sino de oro.
Del oro que ya guardaban
mientras todos mirábamos Netflix.
Porque el verdadero poder
no grita: murmura en cifras.
Y el verdadero plan no promete:
disimula el caos.
Hasta que el mundo, arrodillado,
pide lo que ellos ya han preparado.
No es política.
Es alquimia.
Es el arte de perder para ganar,
de incendiar el presente
para tener la excusa de reconstruirlo
a su imagen
y a su beneficio.
Y mientras tanto, nosotros:
leyendo titulares como quien lee horóscopos,
buscando esperanza
en la página equivocada.
Nada nuevo bajo el sol.
Solo más sombra.