Ni el sol que nos alumbra y calianta cada día, ni el aire que solemos respirar, ni la grandeza del universo nuestro, lo podemos comparar con el amor que sentimos hacia alguna persona tan especial para nosotros. En ocasiones es posible que nos veamos obligados a correr, hasta llegar al lugar donde el viento acaricia los almendros -ahora en plena floración- para ser creído. De logararlo, allí esperaremos sin derramar una sola lágrima, del mismo modo que lo ahce el viento sobre la nieve. Vivimos con la esperanza puesta en que dicho cariño no se demore, pues hata el ese precido momento nuestros ojos permanecerán cerrados, como los de un perro sin dueño, cansado de deambular buscando cobijo ante el frío diluvio de lágrimas heladas.