El cero llegó primero, cómo no,
con su aire de vacío importante
diciendo que sin él no hay valor,
aunque nadie lo hubiese invitado formalmente.
El uno, recto y solitario,
miraba a todos por el rabillo,
sintiéndose noble, puro, necesario,
aunque en secreto… soñaba ser brillo.
El dos llegó del brazo del cuatro,
porque duplicarse es su deporte,
pero al ver al tres, murmuró:
—Ese siempre anda de corte.
El tres, medio bohemio, medio trovador,
sólo dijo: —Soy impar y sin temor.
Y si me duplico —¡sorpresa, amor!—
me convierto en seis, con swing y sabor.
El cinco traía un sombrero ladeado,
mitad justo, mitad indeciso.
—No sé si soy centro o paso olvidado,
pero siempre me eligen en juegos y hechizos.
El seis llegó al revés,
—¡Ups!— dijo, al ver su reflejo en el diez.
—A veces me confunden con el nueve,
aunque él es más dramático y más breve.
El siete entró con bufanda de estrellas,
mirando a todos desde su altura moral.
—No tengo par, ni falta que me haga;
la perfección, señores, es espiritual.
El ocho rodó como un infinito mareado:
—No me mires así, soy simétrico, no cuadrado.
Y si me tumbás… soy eterno.
Pero mejor no hablemos de egos modernos.
El nueve llegó tarde, algo ofendido:
—¡No empiecen sin mí! Soy el final merecido.
Aunque admito que a veces, en el fondo,
temo que el diez me robe el título redondo.
Y el diez, siempre tan bien peinado,
se sentó al centro, elegante y multiplicado.
—No soy más que uno y cero abrazados,
pero juntos… ¡mirá cómo somos admirados!
Entonces llegó el once, flaco y callado,
se acercó al tres con gesto reservado:
—Nosotros somos primos, lo he comprobado.
Y el tres soltó un grito: —¡Y yo sin haberlo sospechado!
En medio del vino, el tres, el siete y el once se quedaron mirando.
—Somos primos —dijo el once otra vez,
y cayó el silencio… como ecuación sin resolver.
El siete arqueó una ceja,
y murmuró: —Eso explica tu manera
de sentarte en diagonal y hablar bajito…
¡Tienes el humor numérico del tío infinito!
El tres soltó su risa impar:
—¡Siempre sentí algo raro al pensar!
Una conexión vieja, casi fraternal,
aunque el dos diga que soy un desastre total.
—Ahora es cuestión de ver quién es quién,
dijo el cinco, metiéndose sin razón.
—Si somos primos, ¿de qué linaje provienen?
¿De la tabla pitagórica o del azar sin dirección?
—Y ya que están discutiendo —saltó el dos, sin avisar—
¡yo también soy primo, no me quieran negar!
Y miró al cinco con mirada entusiasta:
—Somos familia, aunque el ocho se desgaste.
—¡Ay, por favor! —suspiró el ocho enrollado—
Esto se está yendo al demonio enumerado.
Primero parentescos, después habrá drama,
y en un rato discuten por quién duerme en qué cama.
Pero ahí estaban: dos, tres, cinco, siete y once,
sonriendo como si fueran parte del bronze
de alguna historia antigua y delirante…
donde ser primo no tiene nada de distante.
Y así, entre risas, sumas y guiños,
la noche se llenó de números niños.
No hubo cálculo exacto ni conclusión perfecta,
sólo historias con alma… y una charla correcta.
Y así terminó este relato sin moral,
de números locos y parentesco informal.
Gracias por sumarte a esta reunión tan rara…
donde el poema once, por fin, tuvo su guitarra