El alma es una piedra
que nunca encuentra su lugar en el río,
siempre rodando,
golpeando los bordes ásperos de lo real.
No es el deseo lo que arde,
sino la certeza
de que el mundo debería ser distinto,
de que hay una puerta escondida
que nadie nos ha mostrado.
¿Qué es esta sed
que ni el océano puede apagar?
¿Esta hambre de infinito
en un estómago finito?
La inconformidad es el último vestigio
de que fuéramos ángeles caídos:
la memoria ancestral
de un edén que quizá nunca existió,
pero que nos persigue
como un fantasma perfecto.
Nos rebelamos contra los límites
como el mar contra los acantilados,
sabiendo que nunca ganará,
pero tallando con cada golpe
la belleza de su fracaso.
Tal vez la perfección
no esté en la conformidad,
sino en este fuego interior
que nunca se extingue,
en esta eterna insatisfacción
que nos recuerda
que somos más grandes por dentro
que todo el universo por fuera.
La inconformidad es nuestra cruz
y nuestra corona:
la condena de saber
que el mundo nunca bastará,
y la gloria
de no rendirnos ante ello.