De Ávila
ni el polvo.
Teresa era diferente,
cómo veía, sentía,
ya de chica, ya cuando ju
gaba a la comba, su mirada
fuego, de un azul distinto,
más profundo, de un cielo
más celeste, más intenso,
disuelto en una témpera
más densa, más palpable.
Teresa creía en un dios
diferente al que se pintaba
en los libros, más humano,
vivo, más ese que anduvo
en el desierto cuarenta días
y cuarenta noches, en pos
de almas nuevas, no maleadas
aún por la erosión que al andar
queda en las zapatillas; y ella,
ilusa, tenía que creer era fe,
honesta entrega, y al comprobar
que no, cayó del caballo cual un
San Pablo equivocado, y, en evi
tando males mayores, migró
de su Ávila natal incomprendida,
iluminada, en orden a plasmar
lo que se le dibujó en su corazón;
y rezar y escribir un unísono
de convento en convento, joven
y entregada a un Jesucristo
que no acababa de estar con ella.
y el amor como gasolina
de un seiscientos yendo de concierto
en concierto por carreteras
imposibles, bandera protofeminista
cuando la monacalidad para la mujer
era sinónimo de libertad, intelecto
y corazón fluyendo a sus anchas,
moradas y autobiografías delineando
una mística apenas naciente,
atribuidas por algunos —malas lenguas—
a alguna hierba
de un huerto regado con agua
bendita; ejemplo de rebeldía
cuando la rebeldía era moneda
de patíbulo, y paradigma de pure
za cuando el dogma era calma,
era seguridad y vivir, y su coraje
corazón bravo, ciego, insensato.
Así fue Teresa, así apuntaba
cuando la comba a la tarde,
tras la escuela, era su tarea.