Tu cuerpo —lienzo ardiente en la penumbra—
susurra versos con la piel desnuda.
El alba duerme entre tu sombra y luna,
y yo, perdido, rindo mi cordura.
Tus senos, firmes cálices de fuego,
son dos promesas rotas de delirio.
Tus muslos tiemblan, suaves como el trigo,
y en cada curva encuentro mi sosiego.
El vino de tu aroma me emborracha,
despierta antiguas furias en mi boca.
Te nombro sin palabras, tan remota
como una diosa cruel que nunca marcha.
No hay fe, ni dios, ni redención que embista
lo que provoca en mí tu geografía.
Tu vientre es mapa, templo y profecía,
y yo el hereje fiel que aún te conquista.