Sobre la efusión del mar —sin pletórica obsesión—,
el viento azorado —así, recatado— se desvanece,
no en la furia del vahído elemental de las aguas,
sino en el costado negado del que me admira.
¡Oh sorpresa mía! Cómo, de nuevo, despavorida,
la angustia lleva la complicidad errada de su bochorno embobado.
Acércate a mí. En la comezón de la verdad:
celajes del arrepentimiento, peces, ríos de impulsividad.
Las jaulas ultrajadas del tedio —bajeles, aguaceros—
duermen mi capullo de mujer en brazos de serenidad,
de efervescencia mansa o ventolera patidifusa.
Sobre la efusión del mar —gratitud que empieza—,
el céfiro —desde el invierno equilibrista—
no recuerda a nadie.
Solo a mí, en el humor condensado de la tormenta,
me llueve su péndulo de luz.
Callo sobre lo que no lleva una tumba de suspenso, placidez lunar
donde siempre vago en redondel, entre cirios que queman soles,
rumiando galaxias de compasiones dóciles.
En retirada tembleque, sus élitros me abarcan
con hambres subterráneas.
Y se escuchan cuchicheos, el pedreñal del reconcomio,
como un rito que desangra el alma, -sin tregua-