Oh amor mío,
¿cómo estuvo tu día?
¿Aún estás enojado por lo del otro día?
¿Por qué no me respondes?
¿Realmente te cansaste de mí?
Oh amor mío,
he aprendido la lección.
Me dabas tan poco amor
y aun así lo guardaba como si de oro se tratara.
Una palabra al día,
un mensaje a medias,
una caricia apurada...
como si el amor fuera algo que,
mientras más de prisa lo das,
más rápido de su peso te libraras.
Y yo,
siendo tan paciente, tan tranquila,
tan calientita,
me entregaba como si de pan se tratara.
Aprendí a leer tus silencios
como si fueran poemas secretos;
a encontrar ternura en tus retratos disfrazados de amargura;
a justificar tus actos,
a explicarte,
a defenderte...
aunque nada fuera mi culpa.
¿Por qué me dabas tan poco?
Me dabas tan poco
que llegué a creer que eso era el amor:
esperar horas por ti,
llorar en silencio cuando no estabas,
tragarme las ganas de pedir más...
porque me asustaba.
Me asustaba tu reacción,
que te molestaras,
que me dejaras de hablar,
que me terminaras.
Oh amor mío,
te adoraba
como quien necesita un poco de luz,
aunque sea de una vela a punto de extinguirse.
Y tú,
tú me apagabas sin darte cuenta.
O quizás sí lo notabas,
pero no te importaba.
Me hiciste sentir intensa,
necesitada,
dependiente,
cuando solo quería lo básico:
amor sin calendario,
un abrazo sin horario,
una charla espontánea
y una sonrisa cálida.
Hoy lo entiendo:
no era mucho lo que pedía.
Era poco lo que dabas.
Y yo me aferraba,
como quien se ahoga
y culpa al que no la rescató,
culpándose aún más
por no saber nadar.