Hay cicatrices
que no sangran.
Se agazapan
bajo la piel tibia,
se mudan al hueco
donde un niño
debería guardar su risa.
Hay palabras
que se clavan
como cuchillos flacos,
que no hacen ruido
pero desgarran.
“No servís para nada”
“sos una carga”
“ojalá no hubieras nacido”
gimen como astillas invisibles,
se alojan en los huesos
y los doblan.
Y ahí queda —
el niño—
con los ojos encharcados de miedo,
respirando la vergüenza
como si fuera su única patria.
No solo duelen los golpes:
duelen las ausencias,
duelen los gritos
que no dicen nada
pero pesan toneladas,
duelen las miradas vacías,
el abrazo que no llega,
el amor que se escurre
como agua sucia por las rendijas.
¿Quién responde por esas heridas
que no dejan moretones,
pero matan igual?