En el día a día, donde el reloj es amo y señor,
los jóvenes caminan apresurados, por la ciudad,
como si el suelo fuera una cinta de asfalto
que nunca se detiene ni pide descanso,
devorando cada segundo que no se recupera.
La ciudad los engulle,
con su ruido constante.
Miran vitrinas llenas de sueños hipotecados,
caras sin rostro detrás de logotipos
que prometen futuro,
pero exigen silencio a cambio de una paz rota.
Las calles son un eco de promesas huecas,
y los edificios altos, como gigantes indiferentes,
observan desde su frialdad.
No quieren ver su reflejo
en esas caras vacías,
que sonríen sin sentir,
que se cubren tras símbolos,
como si fueran más que su propia piel.
Pero la urbe no olvida,
y su sombra se refleja en cada tatuaje.
Se tatúan, porque ya no basta con gritar,
ni con palabras vacías que se disuelven en el aire.
Su piel habla en un idioma extraño,
el idioma de los desorientados,
de aquellos que buscan respuestas
en lo irreparable,
en lo que nunca se puede volver atrás.
Un tatuaje es su respuesta a un mundo que no escucha.
La ciudad, con su laberinto de calles y anuncios,
les exige pertenecer sin pedir permiso.
Pero el tatuaje no surge por moda
ni por una rebeldía a medio trazar,
sino por miedo,
miedo a romperse antes de tiempo,
a desvanecerse entre la rutina
que engulle todo a su paso.
La ciudad devora el alma,
pero el tatuaje es lo que queda.
Dibujan su miedo en la piel
para no olvidarlo.
José Antonio Artés