Lo terso y despejado de su frente.
La rutilante luz de su mirada;
todo es ritmo, todo es cadencia de astucia instintiva.
Es un vaivén de olas blancas, espumosas
y en cada paso que avanza
sin languidez, sin quebranto de la voluntad
reclama la posesión del espacio que la rodea.
Se apodera del aire y de la brisa que besa su faz risueña.
Hace suya la blanca luminosidad del día
y sus mejillas semejan dos pomelos rubicundos por el sol
como un par de besos de carmín
Sus ojos grandes y fijos, algunas veces ausentes
son centinelas de su vida menguante
los que parpadean al compás de un espíritu que indaga
desdeñando las vanidades del mundo
y pensando solo en las cosas del universo eterno..
¡Oh! sutil visitadora del alma mía.
Con su voz ancha y su respirar delgado, lejano.
Aprovechando cualquier instante
para expresar su delicada humanidad
en franco contacto con el mundo terreno.
Una cabellera lacia hace copa
a un cuello largo de cisne
cual blancura de alabastro
que apuntala sobre un tronco delgado.
Su cara es tersa y disimulada la belleza
que exhibe algunas veces vanidosa.
Una dentadura como empalizadas de azúcar
se enclaustra dentro de una boca
sutilmente cerrada como emblema
del silencio, de la palabra callada
y unos labios cárdenos y pulposos
destacan en la aurora toda luz
de su faz de sol, oferente y veleidosa:
¡Su inquisitivo misterio!
Sus senos móviles y turgentes en sus bases primorosas
yerguen como colinas que otean
sobre una inmensa depresión blanca
de exquisita anatomía.
Sus muslos redondos y abrillantados,
como pilares de su apetecible fortaleza
invitan a ser trepados
escalando de a poco y de a pasos lentos
a través de su límpido ramaje
cada hoja plegada y perfumada
del frondoso árbol de su remirada candidez
cifra y figura de cuanto se puede admirar
de la angelical y prístina creación de Dios.
Francisco Barreto