Los colores del arco iris
de los cielos siete son
como siete en la semana
son los dias que hizo Dios,
como siete son las notas
de la escala del cantor.
De un topacio es su amarillo
y su rojo es de rubi,
su violeta es de amatista
y su azul es de zafir,
y su verde es la esperanza
de un alado querubin.
Los colores del arco iris
el buen Dios los hizo asi.
Cuando pasa la tormenta
y brillando sale el sol,
en el cielo el arco iris
da su risa y su fulgor,
y en el campo se sonrie
el cuitado labrador
cuando pasa la tormenta
y brillando sale el sol.
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Como escribe Juan Uribe-Echevarría, «El poeta y fervoroso cervantista chileno Antonio Bórquez Solar (1874-1938) dedicó dos sonetos panegíricos a su maestro»[1]. Bórquez Solar, natural de Ancud (provincia de Chiloé, región de Los Lagos), alternó su dedicación al periodismo (dirigió los diarios El Progresista y El Ateneo) con el cultivo de la poesía. Su producción lírica, que cabe adscribir al Modernismo, incluye títulos como Campo lírico (1900), Amorosa vendimia (1901), La floresta de los leones (1907), Dilectos decires (1912), La leyenda de la estrella solitaria (1919) o La diamantina fortaleza (1929), entre otros. Para el teatro, el escritor chilote compuso algunos dramas como Carrera (1921) y El trovador paladín (1928), y en el terreno de la narrativa aportó la novela La belleza del demonio: la Quintrala (1914).
Sus «Sonetos en alabanza de Cervantes hechos por el propio don Quijote» son dos composiciones puestas en boca de la creatura cervantina que, frente al olvido que conoce su creador en vida, vaticina su gloria futura y, además, la unión de ambos en la inmortalidad de la fama. Los textos de los sonetos rezan así:
I
Mi Señor y mi Padre, ¡oh, Cervantes!
Al morir, con el pie sobre el estribo
hacia la eternidad, es justo que antes
te dé mi acción de gracias, pues que vivo.
Más fuerte que los bronces y diamantes,
sellada en un troquel el más altivo,
irá tu alma a los siglos más distantes,
plena de este ideal que yo concibo.
Porque sólo yo soy tu creatura,
y como tú también amo y espero
una vida ideal mucho más pura.
Que al fin hemos de ver que yo no muero,
que detrás de mi última aventura
apacientan el lobo y el cordero.
II
Yo te alabo, Señor, pues que has de verte
en bronces inmortales esculpido.
Te aclamarán las gentes de tal suerte,
que igual que un semidiós serás tenido.
Junto contigo venceré a la muerte,
y a tu inmortalidad iré yo unido…
Te alabo, pues, Señor, que se convierte
en tu gloria perenne el de hoy tu olvido.
Tal vez, y sin tal vez, no haya mañana,
en el planeta, ni una raza sola
que no ame en ti la lengua castellana…
¡Escucho ya las voces resonantes,
que al aclamarte a ti, Patria Española,
gloria del mundo llaman a Cervantes![2]
[1] Juan Uribe-Echevarría, Cervantes en las letras hispano-americanas (Antología y crítica), Santiago de Chile, Ediciones de la Universidad de Chile, 1949, p. 125.
[2] Reproduce los textos Uribe-Echevarría, Cervantes en las letras hispano-americanas (Antología y crítica), pp. 125-126, indicando en nota que «Aparecen estos sonetos en la Antología Escolar Hispano-Americana e Iniciación Literaria. Tomo I de J. C. Zorrilla de San Martín, S. J. (Pág. 297)». Mantengo las mayúsculas (Señor, Padre, Patria Española) tal como figuran en la antología de Uribe-Echevarría.