Por su pelo, se descolgaba la noche
en su lento transitar de oscuros profundos.
Los jazmines sobrevivían en mis manos,
el aroma, se extendía sobre las ansias.
Como estelas sobre el agua,
mis tactos recorrieron su faz cristalina.
Yo no conocía del beso su caricia,
no imaginaba de lo dulce, su cálido silencio.
Me entretenía ,
como se entretienen los niños tímidos,
desgranando granadas de temporada
a la falda callada, de un suspiro.
Fue entonces cuando una Luna de mercurio,
empezó a descubrirme, su cuerpo de estatua humana.
Ni las columnas de Lorca ,
en su Nueva York de cieno
hallaron tanta aurora blanca,
ni tanto recorrido esbelto, hasta su pecho.
Oí del mar su latido
y de sus senos erguidos, el oleaje,
ese que solo vive en mis oídos
y se ensalitra constante
sobre la punta de mi lengua.
Necesitaría toda una vida,
para saber que he vivido.
Necesitaría la muerte completa,
para satisfacerme de su cuerpo mínimo.
Yo estaba, como un niño,
volado su cometa.
No conocía el cielo,
no conocía el latido…
desconocía , hasta de la brisa
la vida secreta de las flores