Es el aire que respiramos, el llanto de algún poeta,
el paso de los días olvidados,
un oscuro sonido de sombra que como puñal miserable
nos hiere el pecho, una confusión de sentimientos,
un ligero sabor a muerte.
Algunas veces su multitud de lágrimas moja mis sueños,
su estatuto de frío penetra mi sangre,
su propósito se planta en mis pupilas:
lentamente el corazón se corroe y la necesidad de rendirse
es tan violenta que envuelve mi alma como rocío amargo y trágico.
Yo quise callar mis latidos,
volver criminales mis versos, y sin embargo la noche
parece condenar la esperanza y me golpea la respiración
que en mi boca es como una bodega siniestra
donde se cuelgan abecedarios vestidos de luto:
mi lenguaje oscila entre cadáveres y calles quebradas,
ahí donde se instala lo que alguna vez fui.
Reconozco a menudo su fantasma,
el extenso país cuyas fronteras establecen profundas soledades,
un sabor que tengo en los huesos me deprime,
hay fatiga en mis manos,
hay ilusiones encadenadas al crepúsculo
y como piedras inmóviles construyen un muro delante de mis pies.
Estoy solo entre la sal y la nieve del corazón,
me parece que la distancia me acerca al ayer,
caigo en el amanecer que yo mismo forme,
cierro las heridas de mis dedos
y propongo una tregua entre mis ojos y la noche.