EL COCOTERO Y LA CALABAZA (Cuento)
- Tú estás a ras del suelo, vives completamente arrastrada, sin gracia, sin altura
- Te equivocas, no tendré altura, pero tengo mucha gracia
- Que gracias vas a tener si estás allí echada en el suelo
- Esta es mi vida, allá tú con tu altura
- ¿Altura dices?, más que altura es esbeltez, no ves como el viento juega con mis palmeras y me extiendo cada día en busca del cielo… ¡Esto es belleza!
- Yo también tengo la mía, las mariposas revolotean sobre mis flores, y siento la brisa fresca de la tarde, tal vez no sea ese viento azotador, pero si una brisa suave y refrescante
- Tú eres así y tus frutos serán iguales, nada habrá de distinguirlos, como a los míos
Y así terminó la plática entre un cocotero y un arbusto de calabaza.
Que equivocación tan grande tuvo la palmera, su esbeltez y altura no se vio reflejado en sus frutos, pues sus cocos además de su pequeño tamaño, al menos comparado con las calabazas, tienen un aspecto opaco y seco cuando llegan a su madurez.
Las calabazas por su parte, son frutos inmensos y brillantes, llenos de un hermoso colorido que provoca hasta contemplarlos antes de comerlos.
Ironías de la vida, muchas veces los frutos bellos no vienen de un árbol con iguales atributos.
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MONÓLOGO REFLEXIVO
Pronto estaré cumpliendo mi primer medio siglo, así que por ser esa una fecha de aniversario de mucha relevancia, quise escribir algo para reseñarla, además, es casi seguro que si por algún error de la genética, llego a cumplir la otra mitad de siglo, ya no tendré ni fuerzas para escribir.
A lo largo de todos estos cincuenta años de vida he venido tristemente comprobando que la vida se ha ido empeñando en desbaratar cada una de las imaginaciones que como niño mi mente forjaba.
Desde niño siempre admiré la luna, su pureza, su grandeza, su brillo y por supuesto su soledad en medio del cielo… y no había todavía cumplido mis nueve años cuando unos astronautas profanaron su luminoso trono, en aquel primer viaje a la luna efectuado en el Apolo 11. Ya la vida comenzaba a empeñarse con mis sueños.
Siempre me llamó la atención los cables enroscados que colgaban de las bocinas de los teléfonos; siempre me pregunté por que no eran lisos, y eso tal vez haría más rápida la comunicación, pues la voz viajaría de manera recta, pero entonces llegaron los inalámbricos dando al traste con mis imaginaciones.
Y que decir de las perillas para cambiar el canal de los televisores Cómo olvidar aquel “toc, toc, toc” que a través de las cantidades de sonidos que escuchábamos podíamos inferir en que canal había quedado sintonizado el aparato; pues entonces llegaron lo controles remotos y me quitaron esa artesanal manera de poder descubrirlo.
Y hablando de televisión, como olvidar aquellos programas en blanco y negro, donde los colores se los asignaba la imaginación de cada televidente, entonces a mis once años tuve que soportar programas televisados con hermosos coloridos, dejando aniquilada mi poli cromática imaginación.
Y dígame esas cajitas mágicas que llaman calculadoras, llegaron de repente para robarnos los procesos mentales, intrincados y divertidos, para obtener resultados aritméticos.
Así entre tantas y tantas imaginaciones como puedan tenerse en medio centenar de años, he vivido, y la vida ha ido arremetiendo con cada una de ellas. Pero hay una que no ha podido rebatir, y es mi creencia en la gente. Siempre he pensado que la gente era buena. Desde niño siempre pensé que todos eran buenos; la vida me ha presentados seres malignos, hipócritas, miserables cuya bajeza arremete frontalmente contra mi sueño de niño, pero no ha podido rebatirlo completamente, porque al encontrarme con algún ser lleno de ternura, bondad y un inusitado don de gente, entonces renuevo mis sueños y sigo creyendo a través de ellos que la gente es buena.
Pronto estaré cumpliendo mis cincuentas primaveras y quise escribir estas cosas a mi manera, porque no quiero que al llegar mi último día, otra persona me las escribiera.
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