Siglo VI a.C, La amenaza de los etrusco se abalanza sobre Roma y no son pocos los que desean huir para salvar sus preciadas cabelleras. En el Tíber, un solitario puente suministra víveres a la ciudad, es de vital importancia su defensa para que así el enemigo no pueda controlar los suministros.
Bajo el sol de la fresca Italia
una brisa pasajera sopla del este
y varios soldados, todos ellos valientes,
acampan frente al puente
con la esperanza de una próxima batalla
El enemigo se acerca por el norte,
el Tiber, nosotros y los dioses
lo defenderemos con dureza y crudeza,
esperando impacientes la muerte
Habló pues el bravo Horacio, Capitan de la puerta:
A todo hombre de esta tierra tarde o temprano le llega la muerte
¿y qué mejor muerte puede haber que enfrentar una suerte adversa
por las cenizas de sus padres y el templo de sus dioses?.
No muchos hicieron caso a las palabras del valiente Horacio, huyeron como cobardes, y los pocos que quedaron obedecieron las ordenes del capitán y comenzó a paso apresurado la demolición del puente.
El viejo Capitán era hombre de conocida bravura
los enemigos le temían y no creían salir vivos de su espada,
no encontraban en su sitio a la cordura
en tal hombre con aquella armadura
reluciente a los ojos de los dioses,
!sin duda!, el Dios Tíber le ayudaría.
Y no equivocados así sufrieron la muerte predicha
bajo la espada de aquel guerrero
que enfrentaba como bien dijo una suerte
que no tenía por que correr pero que corría
por Roma por su tierra, por sus padres, sus Dioses
por su honor, por la fama (porque no) y la valentía que le precedía.
El puente cayó desplomado y el viejo capitán se lanzó al Tíber con un ojo ensangrentado, a pesar de las adversidades consiguió llegar a la otra orilla y entre cánticos fue recibido y en Roma glorificado, aquel hombre salvó su ciudad enfrentando una suerte adversa que ni le viene ni le va, sólo pensaba en la felicidad colectiva y eso es lo que le llevó a la inmortalidad.