Una vez más los incesantes gritos retumban en las paredes de su funesto hogar.
Ya todos presienten su muerte, unos la sienten más cerca que otros.
Él, por su parte la percibe en cada paso que da, siente que cualquiera puede ser su homicida; desde el libro que un día decidió que no leería más, aquellas vitaminas que quedaron olvidadas en aquel cajón, aquel dibujo que nunca terminó y que hubiera sido una gran obra de arte, sus lentes con los que ya no puede ver, las pinturas que nunca más utilizó. Los espíritus de melancolía, de ira y de excitación que deambulan a su lado, las perniciosas palabras de desprecio que se abatían en su mente e incluso su esposa y su hija, quienes eran sus únicas compañeras en el lúgubre martirio en el que se había convertido su vida. Su demencia llegaba a los extremos: flagelarse a sí mismo y luego desconocerse totalmente de su acción para hallar culpables entre mitos y alucinaciones voluntarias.
Habían pasado ya algunos días de martirio en los que su desconsuelo no daba más y sus desvaríos, productos de su alienación, habían estado cesando por causa del desgaste de su cuerpo, aunque su enfermedad se centraba mucho más en su mente.
Sus compañeras debían soportar y oprimir aquel martirio en que se había convertido su vida, pero eso parecía una labor imposible, su desdén hacia la vida y sus frases manipuladoras solo incrementaban la fatiga y la furia de las dos mujeres, ellas nunca hallaron la felicidad a su lado.
Los gritos y las discusiones aumentan con cada día, así como el sentimiento de impotencia de cada uno, las paredes ahora se han vuelto murallas, inmensas y oscuras murallas que aseveran su mendiga permanencia en esa despreciable escena.
Tras el descenso del crepúsculo cae por fin la noche, hacen falta las estrellas en el cielo y la luna está cubierta por densas nubes que no rebelan ni un rayo de luz.
Llevaba varios días sin poder dormir, era su paranoia más fuerte que su propio cuerpo, pero esta noche no será así, esta noche dormirá como si fuese la última, como si nunca más fuese a despertar.
Había pasado casi una hora desde que había cerrado sus ojos cuando, en medio de su ensueño, los abrió de la misma forma que lo haces cuando tienes una pesadilla, pero él no recordaba nada. Se levantó y se dirigió a la cocina a beber un poco de agua, entonó su voz como un lamento de alma en pena llamando a su hija, pero nadie contestaba, solo el silencio acompañaba a sus quejidos, esta vez no habían gritos, solo había silencio. El temor comenzó a surgir y en medio de su desesperación llamó a su esposa quien tampoco respondió.
Con la oscuridad asediando su ser y la soledad que le atribuía la falta de gritos a su alrededor, el pánico fue creciendo al punto que nunca lo había hecho, aquel hombre imponente y desgraciado que había sido alguna vez, había quedado reducido al más cobarde y asustado ser humano que él mismo había llegado a conocer.
La esquizofrenia emergió en poco tiempo, una sombra pasó por su lado, se detuvo en frente suyo y atravesó su cuerpo como si quiera robarle su alma, en ese mismo instante un fuerte dolor oprimió su pecho y lo mantuvo en el suelo por un momento. El terror lo impulsó a buscar a su familia.
En el cuarto de su esposa no había nadie, incluso la cama estaba intacta. Entre tanto el ruido que hacían unas gotas de lluvia sobre el techo comenzó a aumentar. En la habitación de su hija tampoco había nadie, pero la puerta aparentaba un forcejeo. Al introducirse allí se encontró con la almohada humedecida y rasgada, las patas de la cama se habían aflojado, la cobija estaba en el suelo, el colchón estaba corrido, incluso habían unas pequeñas gotas de sangre regadas por la cama.
El pánico era inminente, cómo no sentirlo en esta situación si sus compañeras no estaban en ninguna parte.
De nuevo aquella sombra aparecía para atormentarlo, pero esta vez corrió por su vida; se escondió en el estudio de su hija, pensando que no lo encontraría porque él nunca entraba allí, como si una sombra no pudiese entrar.
Estando allí se encontró con que la puerta había sido golpeada con una silla. Adentro habían muchas cosas en el suelo como si hubiesen sido tiradas con desesperación; dos huellas de sangre atrajeron su atención hacia el escritorio, en el que se encontró un esfero igualmente cubierto de sangre. Cerca al escritorio se percibía un gélido ambiente acompañado de un fétido hedor. Rodeó el escritorio para buscar la causa del hedor y justo cuando estaba frente ella, la sombra que lo seguía lo encontró y esta vez se lanzó hacia él como si lo fuese a golpear. Su corazón estaba pasando los límites que su estado físico soportaba, sumado a que tras el escritorio encontró el cadáver de su hija cubierto de sangre y lleno de punzones. Provocaron en él un desmayo bastante prolongado y una alteración corporal involuntaria.
Luego de reaccionar se levantó y fue a buscar a su mujer en medio de su angustia por saber si ella también le habían privado la vida.
La lluvia de hace media hora, ya era una tormenta y su perturbación se debatía entre quedarse estático y esconderse en algún lugar o ir a buscar a su mujer y protegerla de tal peligro, aunque él sospechaba que ella podía ser la culpable.
Finalmente decidió buscarla, dando varias vueltas por toda la casa con un cuchillo en sus manos por si fuera necesario. Pasó el tiempo y la lluvia estaba cesando; aún no hallaba a su esposa y decidió sentarse un momento en una esquina oscura de la sala. De repente siente que alguien viene acercándose y ve justo a su lado a aquella sombra que atormenta su alma y rápidamente se levanta dispuesto a huir, olvidando su cuchillo. En el tramo se encuentra a su esposa, pálida, fría, como si no tuviese conocimiento alguno de lo que ocurría; él trataba de advertirle del peligro mientras ella, con la tranquilidad de un ermitaño, lo golpea con un objeto que encontró a su lado y después de algunos golpes con todo lo que encontraba a su paso, la mujer vio el cuchillo. El estaba demasiado agotado para luchar por su vida y en lo único que pensaba era que toda la vida había tenido razón: “sería su mujer quien acabase con su vida”. Una ráfaga fue lo único que percibió mientras el cuchillo se acercaba a su corazón.
Sus ojos entreabiertos solo podían divisar la silueta de su esposa, la adrenalina aumentaba incesantemente y su pulso se aceleraba, produciendo un gran dolor en su pecho, casi comparable con la presión de una gran roca encima. Totalmente mareado empezaba a decaer lentamente y su cuerpo, empapado en sudor, se hacía cada vez más pesado. Su respiración se cortaba y la presión en el pecho se sentía cada vez más aguda y punzante, hasta que ya no sintió.
Al día siguiente la velación se hizo en su casa, esta vez no había gritos, había poca gente, todos vestidos de negro, aunque la casa no se veía más fúnebre de lo que siempre había sido. La mujer que había pasado la noche en vigilia, se hallaba llorando junto al cadáver cuando se acercó su hija a consolarla, ella sentía todo el peso de la culpa por no haber podido despertarlo cuando él se retorcía de dolor mientras profundamente dormido un infarto atacaba su corazón.