Unas alas baten en oriente.
La mariposa alza el vuelo
mientras en una cocina de Madrid
Ana cuece a fuego lento
su amargura y su miedo.
Sabe que no puede ganar ni empatar.
Cree que ni siquiera puede abandonar el juego
porque su marido hace bueno a Murphy
a base de alcohol, violencia y celos.
Atrás quedaron las caricias,
los días de novios, los te quiero…
Atrás quedaron ilusiones, promesas y besos.
Las alas baten de nuevo,
una puerta se cierra con furia.
La noche se llena de gritos
y todo comienza de nuevo.
Arriba y abajo, la mariposa flota en el aire.
Guiada por el instinto busca un destino incierto.
Lejos de allí, en una casa en silencio,
con sólo dieciséis años,
Miguel juega un peligroso juego.
Sus padres no saben nada,
duermen tranquilos desde hace tiempo.
Él se pregunta cómo ha llegado hasta aquí,
cómo ha llegado a ser “Miki”, el camello.
Por no tener amigos, quizá.
A lo mejor, por tenerlos.
O también porque con dieciséis no se liga siendo el bueno.
La mariposa lucha en silencio,
“Miki” guarda las pastillas.
Mañana cambiará falsos sueños,
por su dosis diaria de falso respeto.
Las alas tuercen y se retuercen
en su guerra febril contra el viento.
María piensa en Miguel
mientras contempla su cuerpo,
desnuda, frente al espejo.
Sólo piel y huesos se reflejan.
La imagen perfecta del desequilibrio y el tormento.
Pero ella lo ve de manera diferente,
esclava de sus obsesiones, inseguridades y anhelos.
Su madre está desesperada.
Su padre no puede entenderlo.
Toda una vida por delante y va camino al cementerio.
Qué frágil la silueta allá en el cielo.
Qué fácil justificar la locura.
María se dirige al baño
para seguir alimentando su infierno.
El sol abrasa inclemente.
Ella no cede en su vuelo.
Antonio entra en el bar
y saluda a Pedro,
el camarero.
Pregunta qué tal su hija.
Pedro piensa en María y mira al suelo.
Y aunque sabe que no debería,
Antonio siente algún consuelo.
Consuelo en la desgracia ajena
que mitiga su sensación de fracaso.
La de tener cincuenta años y llevar tres en el paro.
El cansancio ralentiza su aleteo.
Consumido por la desesperación y el alcohol
Antonio se va apagando.
Ya no quiere luchar, sólo desea olvidarlo.
Tan pequeña, tan hermosa, tan fuerte…
La mariposa hace un último esfuerzo.
Amparo se encorva en la silla
consumida por los años
la soledad y los recuerdos.
Reza a Dios cada día,
“Señor, llévame contigo, te lo ruego.
Mi Eduardo me espera ahí arriba
y este mundo dejó de ser el mío hace tiempo.
Para mis hijos soy una carga,
una preocupación, un trasto viejo…
Apiádate de mi señor, no quiero seguir sufriendo”.
La mariposa se precipita sin remedio.
Amparo se recuesta tranquila
porque sabe que ya es el momento.
Por fin llega esa visita que lleva esperando tanto tiempo.
Ajena a las consecuencias de su viaje
observa inmóvil como el polvo de sus alas se lo lleva el viento.
Pobrecita nunca sabrás
que por muy pequeños que parezcan tus movimientos,
la suma de muchos pocos suele crear algo inmenso.
No eres conciente de que al elevarse en Beijing
tu aleteo hacía que en Puerto Rico tronara el cielo.
Quizá todos seamos como tú, mariposa,
incapaces de ver el todo y sólo valorar el hecho concreto.
Incapaces de mirar más allá.
De entender que nuestro mundo
empieza a sumar más errores que aciertos.
Escucho otras alas batir a lo lejos
mientras me despido de ti, mariposa.
Hoy al verte por fin comprendo
que el caos de las pequeñas cosas es el caos completo.
Todos los derechos reservados por su autor: Luis González-Aller