Amas a esa mujer pequeñita
que exquisitamente te turba,
cuando te mira con sus ojos negros
cobijados con pestañas rizadas,
en donde en los momentos que duerme,
Cupido cuelga estrellas plateadas,
para verla y distraerse
en sus extenuantes jornadas.
Te enamoran sus manos de niña melosa
cuando te recorren el cuerpo,
y con atrevidas caricias,
hacen que te vuelvas ligero
y flotes entre nubes turquesa
atiborrado de deseo.
Relegas los argumentos,
la coherencia, la razón,
y dejas que ella te acceda,
según sus necesidades y ganas.
Permites que tu corazón,
libremente se exprese,
no le temes a sus conjuros,
ni a sus seductoras extravagancias,
ni a sus rebuscadas artimañas,
ni al día, ni a la noche que pasan,
ni a la madrugada que llega,
porque sabes que ella
a tu lado despertará mañana,
y compartirán café caliente
con aroma de montaña,
y se darán miles de tibios besos
entre sabanas de seda blanca.
Rompes la prudencia,
y estalla la locura,
quieres tu eternidad en los brazos
de tu chiquitita querida.
La soledad liquidaste
y lo lejano acercaste,
ahora no apuras la vida,
abandonaste la prisa,
y con tus manos seguras,
vas mezclando hábilmente,
las briznas del tiempo rosa
tallando eróticas obras de arte.
Besas el nombre de ella,
sus ojos, su pecho, su espalda,
y te deslizas con paciencia,
recorriendo su piel delicada,
fragante a durazno maduro
y a vino añejo que embriaga.
Ella cadenciosa se mece
liberándose entre tus brazos,
y adormece tu sentidos
al ofrecerte sus labios.
Las palabra de amor que pronuncia,
una a una las vas guardando,
en tu humilde santuario,
para luego hacer con ellas,
una intima composición,
y cantársela con emoción
cuando ella te este odiando.
Ella es tu auténtico verso,
es tu profundo delirio,
es tu puerta de entrada
a los espirales de goce.
POR: ANA MARIA DELGADO P.