Había una vez, un árbol que vivía en una tranquila pradera, era la admiración de quienes lo conocían, un día un huracán cruzo su camino destruyendo todo lo que a su paso encontró, dejando al infortunado árbol, algo caído y casi sin vida.
Después de muchos días de desolación, la paz llego a esa olvidada vereda y al ver al pobre árbol sintió pena, se acerco y acaricio suavemente lo que quedaba de sus ramas rotas y en voz baja le susurro…
“No sufras más, tal y como el huracán paso por aquí, el tiempo también lo hará y lo que hoy te atormenta seguirá su paso y se ira con él, solo confía y no permitas que la muerte se instale junto a ti”.
Aquel árbol moribundo apenas logro escuchar, sin entender, lo que aquella voz le decía, mientras se aferraba con las pocas raíces que aun permanecían entre la tierra revuelta.
Pasaron muchos soles y no lograba entender en que momento recuperaría su fuerza, solo la esperanza y un murmullo con tono de salvación lo mantenía con vida.
Una mañana, cansado de esperar, abrió sus ojos y elevo sus frágiles ramas al cielo pidiendo bendición… fue entonces que algo maravilloso sucedió por que inexplicablemente sano.
Ahora esta ahí, en la misma vereda, grande, fuerte, hermoso, pasan fuertes vientos que solo alborotan su follaje y no causan daño alguno, pasan tormentas que ya no logran ahogarlo por que lo purifican.
Desde entonces cada mañana abre sus ojos y eleva al cielo la misma plegaria…
¡Señor aquí estoy y tú eres la Luz de mi destino!