Manú

Hasta el lunes que viene (no es poesía... es algo raro... ni cuento ni relato)

Aquella tarde al entrar al aula la vi nuevamente. La vi como cada vez que ingresaba al curso. No entiendo como lo conseguía pero indefectiblemente siempre que abría la puerta mis ojos se clavaban en ella, como si tuviera una especie de imán que atraía mi vista y no permitía que se dirigiera hacia otro sitio que no fuera donde ella estaba, para ser más certero, hacia ella misma.

El aula era una de esos grandes salones de universidad, que ansían ser pequeños templos del saber, destinados a cursos de lo más convocantes debido a la importancia del profesor. Tenía forma de semicírculo, con hileras de butacas tapizadas en pana color borravino (que más parecían de cine o de teatro) y que, siguiendo esa forma circular, rodeaban a una gran pizarra verde de dos cuerpos.

 

El profesor a cargo del curso poseía un aspecto de esos viejos sabios, casi patriarcas, que fácilmente podrían ser confundidos con un dinosaurio. Era un tipo reconocido en los centros educativos más destacados del mundo y llevaba una vida social bastante agitada para su larga edad, ya que asistía con mucha frecuencia a congresos tanto nacionales como internacionales, lo que lo había obligado a superar su miedo a volar en avión con la ayuda de un efectivo somnífero recetado por su cuñado psiquiatra, según el mismo contaba cada vez que se le presentaba la oportunidad de hacerlo. Siempre llevaba puestos unos anteojos de marco muy grueso, color marrón oscuro, con cristales aún más gruesos que dejaban entrever cierta desviación en sus ojos que, acompañada de una frente indeciblemente grande, producto de una cabeza no del todo calva, peinada con un furioso engominado hacia atrás, daban como resultado un rostro exageradamente gracioso. De esos que invitan a reír con ganas pero disimuladamente cuando uno, desprevenido, los cruza por la calle.

Ese día el erudito catedrático vestía unos mocasines negros, ajados por el paso de los años, un pantalón de vestir color hueso, un cinturón de cuero también negro que le daba una vuelta y otro cuarto a la cintura, lo que hacía aún más graciosa su imagen, y una camisa manga corta, de tono verde azulado, que metida dentro del pantalón dejaba que se formaran unos pliegues que evidenciaban la anterior existencia de una gran barriga, hoy desaparecida.

 

Ella tenía aspecto de aplicada e inteligente y se sentaba siempre dentro de las tres primeras filas, probablemente para poder oír bien y tomar nota sin la molesta risa de los infaltables pesados de cada clase que se colocan siempre del medio hacia atrás y buscan, casi desesperadamente, encontrar la mayor cantidad posible de imbéciles dispuestos a adherirse a su clan y hacer literalmente insoportable las dos horas que el profesor se pasaba, invariablemente los lunes, miércoles y jueves, al frente del alumnado dando su monologo tantas veces repetido.

Por mi parte, me resultaba prácticamente imposible llegar temprano a la clase dado que salía de la oficina a eso de las 16:00, tomaba el colectivo de la línea 158 que pasaba alrededor de las 16: 15 por calle Alem y conseguía llegar, con suerte, a sólo 7 minutos de comenzada la clase, por lo que estaba destinado indefectiblemente a las peores ubicaciones de la sala.

 

Recuerdo que aquel día entré apresurado al aula y mí mirada inmediatamente se posó en ella, podría reconocerla incluso en un estadio de fútbol colmado de espectadores vestidos todos de forma similar, cuanto más dentro de un aula para ciento cincuenta personas. Al mirarla noté que extrañamente el asiento que estaba a su derecha se encontraba vacío y no vi a su inseparable compañera, aquella regordeta morochita que tantas veces había echado por tierra mis intenciones de acercarme e intentar por lo menos cruzar unas palabras como primer acercamiento. Daba siempre la impresión que cuando ellas hablaban se metían dentro de una burbuja, se creaba entre las dos un clima de confidencia que me veía sin derecho a interrumpir. Era jueves y los jueves eran especialmente tristes para mí, porque significaban que hasta el lunes no volvería a verla. Tres días enteros sin ver su sonrisa y sus ojos de un marrón cautivante. Así que tomé coraje, cargué mis pulmones de aire y con paso firme me dirigí al asiento que se encontraba vació a su lado.

De pronto caí en la cuenta. Estaba allí, sentado junto a ella. Y ella tan cauta, tan pasiva, tan hermosa. Con sus mejillas coloreadas por el calor de marzo, su nariz pequeña, su cabello ondulado de color castaño claro y su mentón puntiagudo pero para nada agresivo. Algo tenía que hacer. Sabía que probablemente no volvería a conseguir un lugar a su lado en otra oportunidad.

Decidí tímidamente colocar mi brazo izquierdo sobre el posa brazo que resultaba común a ambas butacas y pude sentir que éste hacía contacto con su brazo opuesto. No tuve la más remota intención de correrlo de allí. Quise dejarlo, que nuestros brazos se tocaran, que nuestras pieles empezaran a conocerse. Por momentos el contacto era tan ínfimo, tan temeroso, que solo tenía la sensación de sentir la dulce caricia de sus bellos rozando mi brazo.

Pasado el primer cuarto de la clase, equivalente a treinta minutos, ya nuestros brazos habían perdido el temor y se restregaban sin ningún tipo de recelo. Ahora, y sin que pudiéramos advertirlo, eran nuestras piernas quienes comenzaban a encontrarse. De un momento a otro se hallaron recostadas una sobre la otra como si ambas tuvieran miedo de derrumbarse, de no poder mantenerse erguidas, ante la ausencia de su compañera. Ella llevaba puesto un pantalón de vestir negro, característico de oficinista, que me impedía sentir su piel. Sin embargo su pierna se movía con un inagotable vaivén de talón que viajaba rápidamente hacia arriba y hacia abajo a gran velocidad. A lo mejor por nerviosismo (yo también lo estaba), pero en ese momento decidí pensar que lo hacía a modo de señal o de gesto, buscando transmitirme algo. Como si quisiera hacerme sentir que ella estaba ahí y que era conciente de lo mismo que yo. Ese roce, ese primer encuentro, ese acercamiento al que ambos estábamos asistiendo, no era casual y los dos percibíamos eso.

Durante toda la clase me fue imposible concentrarme en lo que el profesor intentaba enfáticamente explicar. Sólo había una cosa en mi cabeza. Tenía que hablarle. Era una oportunidad única, algo tenía que decirle. Pero, ¡¿qué?! ¿Qué suele preguntarse en estas ocasiones? No podía ser nada relacionado con la universidad, tenía que ser algo que realmente la impactará, completamente fuera de lo común, algo que me permitiera acortar esa insoportable distancia que había entre ese jueves y el lunes siguiente. No soportaba más un fin de semana sin verla, y menos ahora, que mi piel había conocido su piel, que nuestros cuerpos habían entrado en contacto. Había química entre nosotros. Yo lo noté y estaba seguro que ella también lo había notado. ¿Invitarla a salir, quizá? Un poco osado para mí, todavía no conocía ni su nombre. ¿Y si tenía novio o contestaba que no? Seguramente sería la primera y última vez que me dirigiría la palabra. No podía arriesgarme a tanto. Estaba comenzando a desesperarme cuando para mi desgracia y debido al sofocante calor, el profesor decidió dar por terminada la clase, exactamente veintidós minutos antes del horario previsto. Veintidós minutos robados para planificar mi estrategia y sin posibilidad de prorrogas. Al ver que ella se levantó, guardó su cuaderno dentro del bolso y se disponía a retirarse di un salto desesperado del asiento haciendo torpemente que mi cuaderno y mis fotocopias volaran y se desparramaran por el suelo.

- ¡¿Ves lo que hacés?! – Fue lo único que atine a decir, casi gritar, mirándola a ella. A pesar de que fue más un reproche para mis adentros que dirigido hacia su persona.  

Ella me miró primero a mí, luego a las hojas esparcidas por todo el piso y contestó:

- ¿Y yo que te hice?

- ¡Es que me ponés nervioso! - Respondí casi instintivamente, sin pensar lo que decía.

 Me quedó mirando unos instantes y no pudo evitar reírse de mi patética imagen juntado los papeles del suelo, íntegramente colorado de vergüenza y sin siquiera el valor para mirarla a los ojos. Se dio media vuelta y salió sin pausas de la sala todavía riendo. Yo me quede allí, en cuclillas, con cinco hojas y una birome en la mano, viendo como se iba, como me dejaba, sin saber que hacer para detenerla, perdiendo la oportunidad de mi vida, quizá la única de este tipo. Sintiendo todavía el calor de su brazo y su pierna en mi cuerpo y sin poder verla, otra vez, hasta el lunes que viene.