Pobre Federico.
Si hubiese sabido
lo que iban a hacer de él
hubiese enloquecido mucho tiempo antes.
Quizás, si alguien le avisaba,
nada de lo que escribió hubiera escrito.
Aunque tal vez lo supo, y fue ese saber
el que le robó la cordura.
Hicimos con él
exactamente lo que pidió
que no se hiciera: seguimos idolatrando a hombres muertos
(o vivos, lo mismo da),
sin aprender nada.
Ídolos (ideales); ¿quién los inventa?
Nadie sabe pero todos los siguen.
Federico quiso que el mundo lo conociera;
pero más quiso que el mundo lo olvidara.
Yo creo que aún, ni siquiera lo hemos aprendido:
cuánto camino falta por recorrer,
y más aún
para los que piensan que ya es largo el recorrido.
Cuántas veces caminaremos las mismas calles,
miraremos las mismas vidrieras.
¡Ay Federico!
Cuántas veces tropezaremos con la misma piedra.
Pobre Federico,
si supiera que también sus palabras son monedas gastadas,
que se repiten como ecos,
que vienen desde lejos
pero no buscan nada.
Y ese eco sigue existiendo,
en cada nueva voz que lo canta.
Pero es un eco que no nace.
Sólo existe:
no vive.
Existe en la voz que canta
lo que alguien ya dijo,
pero ese eco
no transforma la voz,
sólo
la pide prestada.