Digamos que éste fuera
el último poema que te escribo y que después
me anudara las manos para siempre,
te diría
que todo cuanto dije, si es que ha sido ficción, fue la utopía
más hermosa y real que nunca pude
jamás a imaginarme,
te hablaría
de lo duro que ha sido convivir entre murciélagos
cuyos besos dan asco,
pero ahora
no hablaría de ti ni escribiría otra cosa que no fueran
verdades como puños,
palabras desangrándose que no caben enteras en las líneas
de cien endecasílabos.
Te diría, pongamos, que hoy es viernes y estamos
a once de febrero y a estas horas del mundo
nada tiene sentido
sino en ti,
que he comido en tu cuerpo de las mieles más agrias y bebido
los más dulces vinagres,
que he llegado hasta aquí y volvería a buscarte nuevamente si el azar
se llenara de calles y de nombres
o no hubiera un lenguaje
con que expresar el gozo –o el pecado-
que me miento mintiéndome a mí mismo.
Si éste fuera
ese último poema que nunca escribiré
vivir sólo habría sido
un adiós sin adiós
o un hasta luego.