Y no hay rocas que yo no pisara ese día,
del cielo cobrizo tapaban los árboles
que estampaban su imagen en mi osadía.
Los senderos más abruptos y los arrollos
surcaban la montaña más empinada
a cada nuevo peldaño que escalaba.
Las cabras montesas no parecían
comprender que hacía el hombre
en aquel desolado lugar
No podían entender que aquellas paredes
de arena, hierba, roca y agua
sirvieran como consuelo al ardor con llama.
Las cascadas acompañaban el llanto del hombre,
los animales salían en procesión a su paso,
los árboles parecían cantar su nombre
y los pájaros piaban más alto
Pero nada hacía dejar de pensar que en el desamor
al pensamiento del más ruin dolor
de sentirse traicionado.
Sólo la cima y el prado, a lo lejos,
consiguieron placar un momento
aquel que parecía el eterno sufrimiento
Y comprendió, entonces comprendió,
apreció todo al pie de su calidad
y más su estima a la soledad.
Dispuesto a enfretarse a la realidad
acudió sin temor a reprochar la traición
Y llegado el momento sin montañas
ni árboles ni eden que lo protegiera
se ablandó y se dió cuenta
De que las farolas no alumbraban a la víctima
que el malestar no se dirigía a sujeto preciso
que la necedad una vez más se cruzó en el camino
y una vez más, necio yo, fracasé en mi destino.
Plaqué contra quien no merecía
y el puñal vino de quien menos esperaba
ahora encuentro tonto pedir perdón
al dolor que podía evitar si mi boca
no hubiera hablado nunca de amor.
Alto pié yo en aquella montaña...