El número del universo dividido
en geométricas cantidades, reservorios
del misterio de la perfección. Cálculo
aproximado de las medianías entre
los fantasmagóricas y bizarros
componentes de las cosas abigarradas
en la estrechez del cinturón terráqueo.
Y la ostentosa abstracticidad directa
y la urdimbre vaporosa de los cuerpos
suspendidos en el túnel abismal del
heleno Pitágoras. Mordida tras mordida
ingurgitamos el álgebra de las calles,
las ecuaciones sádicas de los semáforos,
de los hospitales, comercios, panaderías.
Dos naranjas, el equivalente supremo
a dos mundos equidistantes; la simulación
perfecta de los andamiajes numéricos
del tiempo y la minúscula cotidianidad
de los objetos. El peso, la energía, el trabajo,
y la locomoción del instinto de Dios
hollando los vértices huraños de las cifras
desenfadas de la espacialidad corpuscular.
Dios, el primer segmento, el primitivo trazo
piramidal de los fenicios y egipcios; el
algoritmo cíclico, la primigenia plegaria
de los regios pitagóricos. Siempre la
evolución triplicada infinitesimalmente
y la figura de la beoda aritmética dada
a confundir la medida temporalidad
de los sentimientos. Mi arábigo corazón
es el número de cuanto veo existiendo
y siendo a manera pacífica. A diario
me entrego al conteo de los residuos que
quedan de los días ya idos; siempre estimo
en qué ha quedado el nunca jamás y el ayer.
Por: Jonathan Rojas