Yo tuve en mis brazos al invierno.
Mientras desfallecía, por temor a la primavera,
le anuncié al ave del trino,
que no cantara, en honor a sus perdidas hojas y
en actitud piadosa y redentora por los brotes nonatos.
Al horizonte le grité con eco:
¡ El Frío se muere ¡
Al correr el velo de la noche, la luna irónica, no pudo ocultar una sonrisa.
Yo aún era rústico, un poco enjuto.
De crespón pardo claro y dedos tenues.
Me sentí como un feto, suspendiendo la inmensidad de un titán.
Pero libre, y más allá de mi pupila mundana y cegadora,
marché con ignorancia de axioma en la burbuja del átomo indeciso.
Me eligió la voz labial de la naturaleza, y
la lava mórbida de los volcanes impetuosos.
Con sueño de quimera oculte mi pubertad y recorrí la senda como un héroe de apología.
Lo llevé en andas, al cementerio de los Homenajes, donde los álamos saludan, y
en los muelles del mármol un honorable ciudadano, en ropa de andrajo, con hambre calado en los huesos y los ojos entintos de uva,
con interés y franco gesto, dejo su bolso de vida y la botella a un lado.
Se recostó en una cúpula, con la araña a babor, y
en la ladera del estribor multitudes de cruces.
Levantó su cabeza y cuando ebria de gravedad rodó hacia abajo preguntó:
¿ Quien fallece en tus brazos ¿
Envolví al invierno en paño de telaraña, apilando sus hijos caídos y apretando su cuerpo de coloso le respondí.
Aquí llevo un hijo pródigo de natura.
Se ha caído en el valle negro de los cuervos, pero no ha muerto.
Se precipitó de la cima de la alameda al abismo de los ahorcados.
Pero aún esta vivo.
Lo derritió el estío en su afán protagónico y aun esta gélido y erecto.
No ha muerto, respetable señor.
Solo reposa.
Hasta que otro año reclame su presencia.