En aquel tiempo yo escuchaba mucho a Frank Zappa y a los Tigres del Norte. Me perturbaba la manía noctámbula de querer entender la narco-cultura, y me empapaba de conocimientos inútiles acerca del tema. Leía diferentes libros a la vez, sin concluir ninguno, y como buen romántico, usaba como separadores boletos de camión de diferentes rutas, pero con una cosa en común; el número del boleto, sumándolo, tenía que dar como resultado, 21. A las 2:00 p.m. en punto, todos los días, me tomaba un té que me recomendó un médico naturista, y a todos engañaba diciéndoles que había traído esa costumbre de mi último viaje a Inglaterra. Mis galas eran camisas vaqueras, pantalón de mezclilla, y botas, al más puro estilo “Honky tonk dreams”, el sombrero lo usaba estrictamente con tenis, salvo alguna ocasión que ameritara la gala completa. Cómo mi papá es de un Pueblito de San Luis, tuve la oportunidad de aprender a montar y lazar caballos cuando íbamos de vacaciones, además de aprender muchas tareas de “Jornalero”, así podía presumir que no traía el sombrero y las botas nomás porque si. Admiraba seriamente a José Alfredo Jiménez, y yo juraba que él era la prueba de que el “Blues” era mexicano. Me sentía un “Urban cowboy” y a la vez un rockero de pura cepa, y sentía que ningún bar, por más vaquero o rockero que fuera, merecía mi presencia. Eran años locos y yo trataba de mantenerme equilibrado. La filosofía de “Amar sin ser amado” cubría todos mis padecimientos, y de la mano de “Hot rats”, y “El jefe de jefes” fui descubriendo lo que esta vida me escondía. Así era yo, Trinidad Infante, en ese entonces, no less, no more...