Aprovecho
que no suena el teléfono ni tienen pulmonía las nubes
y te escribo,
te escribo para hacer que las vigas de esta casa
no huelan a carcoma,
para hacer más inútil los silencios que no saben de música
y no existan rincones de strip-tease ni noviembres
que supuren al borde de la almohada.
¿Te he dicho
que llegado a odiar hasta la tinta, que me muerdo las uñas y dibujo
tu nombre en carnes vivas?
Llevo siglos tratando de entender por qué han perdido
la sonrisa los árboles,
por qué
sólo un año después de que te fuiste
ya no hay nadie en el mundo y han cerrado
las duchas los hoteles:
veo absurdos cadáveres con los muslos de arena
y huertos de alquiler sobre su sexo,
veo
campos de arroz que están sedientos y desiertos
de una paz inservible.
Nuestros besos,
el tacto,
las caricias pensadas, las noches y el deseo
hoy viajan sentados en distintos vagones de unos trenes
qué ignoran su destino,
sin embargo
cuando todo el paisaje se reduce a palabras y los ojos
son un acto de fé
sé que estás y te pienso rimero de agua-luz,
lluvia naranja
o infancia de manzano y sé que tienes
cansadas de volar las cicatrices.
Desde que tú no estás se han oxidado los versos y las lágrimas,
hay ortigas e hinojos en medio del jardín
y están tristes los pájaros
y el álamo
me pregunta por ti y no sé decirle
en qué nube te escondes ni a qué señas te escribo
cuando quiero decirte que ha nevado,
que el gato
es un náufrago extraño en la escalera
y se mueren de sed los archiduques prusianos,
ya ves,
cuando te escribo
el presente es ayer y me es posible escuchar la redondez de tus pasos
más allá de ti misma.
Finalmente te pido que no pienses que si visto de oscuro
es que estoy triste,
la tristeza no haría sino más complicada la sintaxis
y, además, los recuerdos
no son un buen lugar para el dolor de los necios.