El otoño yacía maduro
y en él estaba el fruto
ese que germinó por anhelos,
y al frio enfrentó por sonrisas,
fue cuando el vacío terminó su soliloquio
que por fin era el turno
recordé porque odiaba las luces,
distantes pero facilmente definitivas
que quemaban las miradas
y plantaban los silencios.
Orbitando tu calidez con sigilo,
compartíendo tus risas,
que para mi eran tesoros,
me perdía en tus ojos profundos
temiendo que solo te traería eclipses.
Aquello era como el tiempo sin diferencias,
como la esencia sin la presencia
-o viceversa-
un mar sin sus olas,
tu sol despertaba mis mañanas
y mis propias vendas tapaban el aurora.
Pero el tiempo cede
en la lucha por atenuar el futuro
e incluso los fantasmas encuentran descanzo
al momento que la voluntad tumba un desierto,
los astros moribundos se tornan fugases
y su rastro desaparece como una lágrima en el firmamento.
Ha llegado la mañana y con ella
tu cálida mirada.
Ya es invierno
y el sol no se ha ocultado,
tu luz guía mis días,
junto a ti el tiempo parece ligero,
el mañana más real
y el ahora más dichoso.