Editorial: Talleres de Fundaproempresa. Colección Caza de Libros, No. 60 Año de edición: 2011 Año leído: 2011 Idioma: Castellano Páginas: 84
LA CIUDAD DE LAS PIEDRAS QUE CANTAN
La ciudad de las piedras que cantan, obra del poeta colombiano Winston Morales Chavarro, ha llegado a nuestras manos durante el desarrollo del Tercer Congreso de la Sociedad Iberoamericana de Poetas, Escritores y Artistas (SIPEA), reunido en Los Ángeles, durante el mes de julio próximo pasado. A pesar de que el libro está acompañado por algunos poemas de otras obras, Aniquirona y De regreso a Schuaima, a los cuales nos referiremos en otra oportunidad, hoy solo lo haremos sobre la primera. Formada la obra por 29 poemas concatenados en la forma del contenido, el autor, a través de un yo que es el eje estructurante de la descripción lírica y de los elementos narrativos incorporados para dar cuenta de la cosmogonía maya-quiché (“Me he acostumbrado a ver”, “Amo a Tepeu que nos libera de tantas batallas”, etc.), nos ofrece una mano generosa para que lo acompañemos por tan arduos caminos. Y es que Morales Chavarro ha penetrado las veredas de esa gran civilización, a la que la historia colonial oficial no ha podido destruir y se ha “sumergido en el espejo de las pequeñas presencias”, porque estas últimas constitruyen el todo de la vida. Esa vida que, representada en Hunaphú, el autor se imagina como una estrella de nueve puntas, que a nuestro parecer, podría estar conformadas por el amor, la comunicación, la soledad, la amistad, la justicia, la libertad, la solidaridad, el deber y la felicidad, como submundos que a todos nos competen. A todas estas aristas, la humanidad las ha concebido craturas suyas. Es entonces, cuan Morales Chavarro parece decirnos que no es así, porque “la canción chamánica” a él le “ha dado a beber los secretos de los tiempos” y por esos tiempos conocidos, nosotros podemos aprehender ese camino que no acaba nunca y que va hacia la expresión de la cosmogonía maya-quiché-catchiquel, derrotada pero no desaparecida.
Admirador de esta cultura, como se ve en su andar por las regiones del Popol Vuh y, fundamentalmente, por las de Chilam Balam, se detiene muchas veces a cantarle a lugares como Chichén Itzá, Copán, Yaxchilán, etc., con su carga de estructura lítica y sus significados mágicos. Sin embargo, para nosotros, hay algo en esta parte que nos produjo un poquito de ruido (en el sentido lingüístico de la palabra). Morales Chavarro, quien magistralmente penetra todos recovecos de tales ciudades de piedra y los transforma en belleza lírica, haciéndolos objeto de su admiración, deja colar un poco de cierto europocentrismo muy propio de las posibles interpolaciones presentes tanto en el Popol Vuh como en Chilam Balam. Tal situación la apreciamos cuando el autor nos dice: “Mis hermanos / los bellos extranjeros del pasado, del presente y del futuro, / asoman sus portentosos ojos / de enredadera y bronce / (...)”. Pero conmo esta es una observación meramente conceptual, que ha caído sobre otros ilustres latinoamericanos como Ciro Alegría o Alcides Arguedas, no merma el valor poético de la obra. Por otra parte, miramos positivamente esa exhaustiva marcha que hace el autor por toda la religiosidad, la historia y la cultura en general de los habitantes de esa parte de Mesoamérica, en donde la piedra, además de que canta esa historia, esa religiosidad y esa cultura, fueron la infraestructura durante sus tiempos dorados y siguen formando parte de esa infraestructura, aún en nuestros días. Además, lo más interesante de la obra que comentamos consiste en que tal canto a los mayas y sus entornos es también un canto latinoamericano que se repite, como mínimo, en Uxmal, en Machu Pichu y en San Agustín y sus estelas colombianas, que continúan cantando las glorias pasadas y las esperanzas del presente.
Roma. Verano del 2014. Luis Álvarez
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Año de edición: 2011
Año leído: 2011
Idioma: Castellano
Páginas: 84
LA CIUDAD DE LAS PIEDRAS QUE CANTAN
La ciudad de las piedras que cantan, obra del poeta colombiano Winston Morales Chavarro, ha llegado a nuestras manos durante el desarrollo del Tercer Congreso de la Sociedad Iberoamericana de Poetas, Escritores y Artistas (SIPEA), reunido en Los Ángeles, durante el mes de julio próximo pasado. A pesar de que el libro está acompañado por algunos poemas de otras obras, Aniquirona y De regreso a Schuaima, a los cuales nos referiremos en otra oportunidad, hoy solo lo haremos sobre la primera. Formada la obra por 29 poemas concatenados en la forma del contenido, el autor, a través de un yo que es el eje estructurante de la descripción lírica y de los elementos narrativos incorporados para dar cuenta de la cosmogonía maya-quiché (“Me he acostumbrado a ver”, “Amo a Tepeu que nos libera de tantas batallas”, etc.), nos ofrece una mano generosa para que lo acompañemos por tan arduos caminos. Y es que Morales Chavarro ha penetrado las veredas de esa gran civilización, a la que la historia colonial oficial no ha podido destruir y se ha “sumergido en el espejo de las pequeñas presencias”, porque estas últimas constitruyen el todo de la vida. Esa vida que, representada en Hunaphú, el autor se imagina como una estrella de nueve puntas, que a nuestro parecer, podría estar conformadas por el amor, la comunicación, la soledad, la amistad, la justicia, la libertad, la solidaridad, el deber y la felicidad, como submundos que a todos nos competen. A todas estas aristas, la humanidad las ha concebido craturas suyas. Es entonces, cuan Morales Chavarro parece decirnos que no es así, porque “la canción chamánica” a él le “ha dado a beber los secretos de los tiempos” y por esos tiempos conocidos, nosotros podemos aprehender ese camino que no acaba nunca y que va hacia la expresión de la cosmogonía maya-quiché-catchiquel, derrotada pero no desaparecida.
Admirador de esta cultura, como se ve en su andar por las regiones del Popol Vuh y, fundamentalmente, por las de Chilam Balam, se detiene muchas veces a cantarle a lugares como Chichén Itzá, Copán, Yaxchilán, etc., con su carga de estructura lítica y sus significados mágicos. Sin embargo, para nosotros, hay algo en esta parte que nos produjo un poquito de ruido (en el sentido lingüístico de la palabra). Morales Chavarro, quien magistralmente penetra todos recovecos de tales ciudades de piedra y los transforma en belleza lírica, haciéndolos objeto de su admiración, deja colar un poco de cierto europocentrismo muy propio de las posibles interpolaciones presentes tanto en el Popol Vuh como en Chilam Balam. Tal situación la apreciamos cuando el autor nos dice: “Mis hermanos / los bellos extranjeros del pasado, del presente y del futuro, / asoman sus portentosos ojos / de enredadera y bronce / (...)”. Pero conmo esta es una observación meramente conceptual, que ha caído sobre otros ilustres latinoamericanos como Ciro Alegría o Alcides Arguedas, no merma el valor poético de la obra. Por otra parte, miramos positivamente esa exhaustiva marcha que hace el autor por toda la religiosidad, la historia y la cultura en general de los habitantes de esa parte de Mesoamérica, en donde la piedra, además de que canta esa historia, esa religiosidad y esa cultura, fueron la infraestructura durante sus tiempos dorados y siguen formando parte de esa infraestructura, aún en nuestros días. Además, lo más interesante de la obra que comentamos consiste en que tal canto a los mayas y sus entornos es también un canto latinoamericano que se repite, como mínimo, en Uxmal, en Machu Pichu y en San Agustín y sus estelas colombianas, que continúan cantando las glorias pasadas y las esperanzas del presente.
Roma. Verano del 2014. Luis Álvarez