Aquella noche su amor,
su largo y extenso amor
era como un reo en el corredor de la muerte,
lo sabían por eso se amaban con las uñas
como queriéndose arrancar los corazones.
Él odiaba la playa y ella la montaña
pero coincidían en que el calor del verano
pesaba como un plomo pegajoso y húmedo.
Las vacaciones estivales eran como asfixias,
parálisis de aires,
torturas de tiempo obtuso,
palizas de sol furioso,
patadas de cielos despejados,
golpes de luz que no descansa.
Ellos preferían los inviernos de nieve y lluvia,
fríos por las ramas de los árboles,
oscuros como los callejones de los gatos.
Eran felices en sus trabajos
como los obreros a primero de mes
cuando reciben expectantes sus salarios
o como los números rojos de un calendario.
Él era supervisor de almacén
en el mismo hipermercado
donde ella trabajaba de cajera.
Amaban la luna en todas sus dimensiones:
la luna a punto de parir,
la luna sarracena,
la luna que bosteza sin dientes
porque tal vez poseían la identidad de dos lobos perseguidos.
Sobrellevaban el matrimonio
como una hipoteca que hay que pagar todos los días,
pesaban los hijos como sentencias de la sangre
y se sentían moscas humanas
atrapadas en la telaraña moral de lo correcto
u hormigas sacrificadas a la inamovible pirámide social.
El lecho conyugal jamás había sido un circo
ni un buen lugar para los sueños
más bien parecía un auto sacramental
o una silenciosa sala de lecturas,
ópera para píjamas
pero nunca melodía para pieles
o furor y estrépito de carnes.
Se conocían de antes de casarse:
Ella era amiga de su esposa,
el primo hermano de su marido.
Siempre se habían amado en secreto
como dos animales subterráneos,
sin huellas delatoras en sus labios,
sin pistas acusatorias en sus besos.
Aquella noche, desde las profundidades de su abrazo,
miraban su última noche estrellada
sobre la oscuridad azul de la ciudad.
En silencio, adheridos a la íntima ingravidez de la melancolía
como ángeles sin cielo que volar
esperaban que la belladona que circulaba por sus venas
dictase punto y final a su furtivo amor.
No lo consiguió porque a veces el amor que mata nunca muere.
Los hallaron al alba
cosidos el uno al otro por los labios
con los hilos prodigiosos de la escarcha.
Era invierno.
- Autor: FRANCISCO DE NERVAL (Seudónimo) ( Offline)
- Publicado: 6 de diciembre de 2011 a las 11:25
- Categoría: Amor
- Lecturas: 205
- Usuarios favoritos de este poema: Isabella Jara, gallicida, la negra rodriguez
Comentarios5
gracias,hoy leerte ha sido salir a la calle sin salir
has dibujado en el papel soledades
un abrazo
como puedes lograr que la sordidez llegue a cotas de belleza tan altas?
envidia cochina que me da!
abrazo grande!!
La noche se hace canción cuando se encuentran los amantes .
Excelsas tus letras, amigo. Muy bien 10.
Abrazos
No, tienes toda la razón, "el amor que mata nunca muere"... por eso aquello de: "te amaré hasta que la muerte nos separe... y aún después"....
Un beso enorme...
siguiewndo la pista de andrea ENCONTRÈ ESTE TESORO, PUES ME ENCANTÒ EL ESTILO, EL TEMA EL DESAROOLO Y EL DESENLACE, FABULOSO, BIEN ME DIJO ANDREA QUE NO ME ARREPENTIRÌA.
BESOS.
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