De repente, sentí sus pasos avanzar sobre el pasillo. Era un caminar lento, mezclado con tristeza. No lo oía hablar, sólo percibía en medio de tanto silencio su pesado respirar. Parecía agobiado, fatigado, furioso quizás. Pero no, la impotencia de mi rebelión hacía que demorara en golpear la puerta de mi habitación.
El momento llegó. Dos golpes con sus duros nudillos hicieron que temblara la madera. Y yo también temblaba, pero bajo mi cama, hasta la alfombra se movía. No podía más, mis ojos arrugados, y tan arrugados que ni lágrimas me dejaban derramar. Hasta que escuché la voz tan temida: “abrí Lautaro, tenemos que hablar.”
Una fuerza mayor hacía que me quedara entre las pelusas del piso. Más que nunca estaba pegado a él. Sentí de nuevo los golpes que hacían mover los cuadros colgados en la pared.
Me decidí. Salí lentamente de mi angosto refugio y me acerqué a la puerta. Miré por el ojo de la cerradura y logré divisar ese robusto y enorme cuerpo de mi papá. De pronto los tacos acharolados de mi mamá hacían eco en la casa al dar cada paso corto, ligero pero firme.
“Déjalo, ya va a salir y le diremos que eso no debe hacerse” dijo mamá, secándose las manos en el delantal rosado salpicado recientemente con la salsa que estaba preparando.
“Se tendrá que comer esos limones y pagárselos a Don Fabián” respondió en casi secreto mi papá.
Esperé unos minutos y una vez que me aseguré que se habían retirado, busqué mis preciados frutos, junte mis monedas que hacían un total de $0.75, salté por la ventana y corrí fuerte, fuerte hasta llegar a la verdulería.
Me sentía apenado, no podía devolver esos limones sin haberlos probado, me costó mucho conseguirlos. Había hecho el intento en casa pero llegué a cortar uno porque claro después mi papá se enteró y tuve que esconderme. Entonces tenía dos limones enteros y dos mitades.
En la puerta del negocio, saqué de mi bolsillo una mitad, la mordí, exprimí el jugo por completo y entré en busca de Don Fabián.
“Mi papá dijo que me los comiera y que se los pagara” le dije mirándolo con ojos de inocencia. El verdulero al verme con los dos limones, la mitad entera y la otra a medio comer y mis $0,75, en seguida, buscó una bolsa, guardó todos mis limones en ella, se dio media vuelta y escribió algo en un papel. “esto dáselo a tu padre” me dijo cariñosamente.
Llegué a casa con una sensación rara, una combinación de temor y alegría. Abrí lentamente la puerta de entrada, le di el papel. Esperé con la mirada baja a que terminara de leerlo. Pensaba al mismo tiempo que si me retaba le diría que tengo sólo cinco años y que en claro no tengo cuál es mi deber.
Sorpresivamente me tomó del hombro y me dijo con una sonrisa en su rostro: “entrá, vayamos a comer”. Y ahí me quedó una duda: ¿qué habrá dicho ese papel?
- Autor: Carola Mayo (Seudónimo) ( Offline)
- Publicado: 25 de febrero de 2012 a las 01:24
- Categoría: Cuento
- Lecturas: 103
Comentarios1
Que buen cuento, me encanto....!! Yo también tengo la duda, Que decía el papel????
Saludos.
sin dudas es un gran misterio jeje.... muchas gracias por haber pasado por este humilde espacio... exitos
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