Algunos traían todo tipo de animales exóticos amaestrados, como las boas, tigres, elefantes, monos, como también, otros animales, caballos, perros y aves. Prácticamente esta era la única forma de conocerlos, salvo alguna fotografía o dibujo en los libros o figuritas coleccionables.
Los payasos, enanos, acróbatas, bailarinas y magos, realmente alimentaban nuestras fantasías.
En una ocasión llegó un circo con fauna americana; llamas y guanacos entre otros, que eran atados a los troncos de ligustros que constituían el cerco, para que comieran sus hojas, ya que no crecía pasto por la permanente ocupación del terreno. La falta de conocimientos que teníamos sobre éstos, hacía que pasáramos junto a ellos, en un continuo devenir, para poder mirar de cerca, a los otros animales que estaban en sus jaulas.
Hacía calor por lo que la vestimenta era escasa. En mi caso llevaba orgullosamente un vestido nuevo, con cierre en la espalda. Tenía 10 años y muy poco peso. De pronto me siento en el aire, levantada precisamente desde atrás, incluyendo el cierre. Grité y pataleé en el aire, pero no alcanzó. El animal perturbado por los molestos curiosos, que íbamos y veníamos, decidió darnos una lección, y no tuvo mejor idea, que hacerlo conmigo. Quizás lo atrajo el color verde pasto de mi vestido, o sólo fue casualidad. Lo cierto es, que hasta que llegó un cuidador del circo, no me soltó.
Tal vez fueron segundos, a mí me parecieron muchos más. Lágrimas y risas, se confundían ante tal situación y hasta hubo quien intentó, quitarme el vestido, para ver si me había mordido, ante lo cual, yo aseguraba que no me dolía nada.
Los años transcurrían y la placita “Mateo Fúnez” se destinó para la construcción del Liceo Departamental, que recibió el nombre de “José María Campos”. El destino hizo que estuviera entre los alumnos que lo inauguraron en el año 1963, lo que significó haberlo visto construir y luego estrenarlo, además de recordar tantos y tantos juegos, risas, caídas, conversaciones y caminatas, por entre los senderos.
Un acontecimiento casi histórico por lo inusual, relacionó al circo con el Liceo, y fue tal vez ese episodio, el que luego se tomó como referente, para que no se les permitiera más, su asentamiento en el lugar, hoy ocupado por un complejo habitacional.
Un día el cuidador de elefantes, perdió el dominio de un animal, y éste salió en estampida, atravesando el patio y la galería de vidrio, entrando por la parte trasera y saliendo por el frente del edificio. Felizmente ocurrió cuando no había clases, por lo que no hubo desgracias personales, salvo los destrozos y los múltiples comentarios que originó el hecho.
La cercanía de la casa de los abuelos al liceo, nos permitía visitarlos con frecuencia y en muchas oportunidades almorzábamos allí, por concurrir en doble horario y no contar con el tiempo suficiente para regresar a nuestra casa. Uno de esos días mi hermana y yo, llegamos y encontramos que había una pareja de visitantes. El abuelo estaba muy conmovido y conversador. Se trataba de un sobrino que había viajado desde Argentina, donde residía como inmigrante. Ellos marcaron, a todos los integrantes de la familia debido a su particular manera de ser. Trajeron consigo la alegría y el canto. Vimos la risa en el rostro del abuelo, oímos relatos, y algo más. Con el tiempo se hicieron frecuentes y añoradas sus visitas.
Se sentían atraídos por las caminatas que compartíamos, hacia los montes cercanos al río, y allí juntábamos caracoles de los troncos de los árboles. Nos indicaban cuáles debíamos coger y cuáles no. Particularmente pensaba que quizás serían para hacer collares, como los que hacían las gitanas. Además, mi confusión aumentó, cuando alguien preguntó: “¿Para qué son?”, y le contestaron: “Son para pintarlos”. Al regresar nos dijeron que quienes consiguieran aserrín limpio, de carpintería, recibirían unas monedas.
Inmediatamente tuvieron voluntarios para ir a buscarlo.
Cuando regresamos a nuestra casa, yo me olvidé del asunto. Lo cierto es, que habíamos llenado un tarro de aceite de dos litros, con grandes caracoles de color marrón claro.
Dos o tres días después pasamos por la casa de los abuelos, y nos ofrecieron que compartiéramos el almuerzo.
Muy contentas por estar junto a esos parientes tan especiales, compartimos una exquisita comida que saboreábamos con pan. La llamaron: cazuela. Cuando estábamos en el postre, un dulce de zapallo que la abuela había preparado, nos preguntaron: “¿Les agradó la cazuela?”.
Asentimos. “Y ¿Saben de qué la hicimos?”
No supe por qué, pero en mi mente estaban los caracoles moviéndose en el tarro. Me negaba a levantar la mirada para no tener la confirmación, los oía sonrientes, y me parecieron odiosos.
- “¿Si? ¿Vieron que no saben mal?”
- “Hay que limpiarlos bien, y son como cualquier otro bichito”
- “Acá, ustedes tienen mucha carne en el campo”
- “Allá, (se referían a España) se comen los del bosque y los del mar, ¡hay muchísimos!”
- “Ustedes, ¡no saben la riqueza que tienen!”
- “Este es un país muy rico, pero ¡tienen que trabajar más!”
Esta escena ocurrió hace más de 40 años. Al recordarla siento una especie de vergüenza. No puedo evitar pensar en mi abuelo, recorriendo campos abandonados por causa de la guerra, escarbando la tierra, tal cual un animal hambriento para saciar su hambre, mientras nosotros, prejuiciosos, muchas veces despreciamos el alimento que se nos ofrece. Pienso en lo generoso de este suelo, que acogió a miles y miles de inmigrantes, a través de dos siglos. No puedo olvidar que existen quienes hoy, aún sufren las consecuencias de la falta de alimentos y en toda la riqueza que poseemos. Sé de los miles y miles que emigraron en las últimas décadas. Pienso: los que lo hicieron, movidos por distintos motivos, abrieron una herida en el corazón de los que dejaron, como también en el suyo.
Me transporto a mi niñez y veo al abuelo en su silla de Viena, buceando en sus recuerdos. De tanto en tanto, cabecea. Visito a mis padres, los encuentro mirando fotos, esperando una llamada, soñando con el regreso de hijos y nietos. Suena el teléfono. Sus rostros se iluminan, por unos minutos se acorta la distancia que los separa de sus seres queridos.
Me parece que el tiempo ha pasado demasiado rápido, pero no puedo engañarme, ya no soy aquella niña que quería armar el árbol genealógico, y que por más que preguntaba, no encontraba las respuestas y me quedaba trunco. Me pregunto: ¿dónde estará aquel compañero que se sentaba junto a mí?
A través de las distintas generaciones, los niños han intentado e intentarán armarlo. Seguro que los actuales lograrán mejores resultados, al contar hoy, con herramientas tecnológicas y bancos de datos.
Aún así muchos árboles quedarán truncos, como un producto del desarraigo al que estos tiempos nos tiene acostumbrados , aunque no por ello menos dolorosos . FIN
- Autor: macridi (Seudónimo) ( Offline)
- Publicado: 10 de marzo de 2013 a las 10:34
- Categoría: Sin clasificar
- Lecturas: 44
- Usuarios favoritos de este poema: Trovador de Sueños ...y realidades.
Comentarios1
Dios mío!! me estás poniendo mi Vida en palabras, jajaaja.
Con respecto al circo, te diré que nunca me gustó, incluso me rehuía a llevar a mis niños, hasta que un día, no tuve más remedio, tratando de no influenciarlos, al menos, explícitamente con mis gustos, pero por suerte, no me volvieron a pedir que los lleve, eso sí, se divertían con los payasos pero los que andan por las plazas los domingos.
Y los zoológicos me resultan de una tristeza sumamente patética, tuve que llevar a mi nietito, no me quedó otra, pero mirá lo que son las cosas, no le importó mucho de los animales, solo los patos que andan libres y todo el tiempo jugó con ellos, porque se acercan para que les des su alimento. ¿Te acordás de esa canción: "Carta de un león a otro"?
En el tema de los caracoles, que muy bien sintetizas una sociedad que no valoramos nada, es que, a manera de "justificación" si se quiere, pasa que los inmigrantes han sufrido tanto pero tanto, que a sus hijos y a sus nietos les dieron demasiado, ¿cómo te diría?..."servido", entonces, no hemos podido valorar demasiado la cultura del esfuerzo.
Te confieso que hay tanto y tanto material que pareciera que es un texto de sociología.
Bellísimo, mi Cris del alma.
Luego te "veo". Mil besos hermanuchi, y abrazones a tu santo dibujante, jajaaj. Te adoro!!
Muchas son o pueden ser las causas de la no valoración a la cultura del esfuerzo y en nuestra niñez Su, se estaba dando ese fenómeno conocido con "la época de las vacas gordas", como una repercusión de la Segunda Guerra Mundial que dejó a Europa destruida y necesitada de los alimentos que por acá abundaban. El desarrollo industrial, ( mi padre obrero ),la educación en auge permitiendo el acceso a la misma, aún a la universitaria, de jóvenes de las distintas clases sociales (económicas), y los adelantos tecnológicos en marcha, permitieron mejorar la calidad de vida de la época. Después las circunstancias mundiales, la globalización de la cultura, de la economía, la saturación del mercado, la desocupación etc Su, querida amiga: No soy socióloga, aunque me hubiera gustado serlo. Tus comentarios son muy enriquecedores. Miles de gracias!! SALUDOS Y ABRAZOS de Geoffrey y míos, para vos también.
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