Via Crucis

Carlos Alcaraz

 

I. 

 

El día menos pensado

debía llegar hacía ya tiempo.

Y no llegó. No llegó nunca.

Esperaba esperarlo

el tiempo que fuera necesario.

Pero las alas arden cuando no se usan,

y el infortunio grita,                  grita.

 

No pude más.

 

Tomé mi cruz, y mi espalda la abrazó

como a un viejo amigo.

Tomé mi cruz y comencé u n a  v e z  m á s

el camino hacia mi muerte

que negué

tantas veces.

 

Nadie tuvo que decirme

cuál era la historia

ni arruinarme el destino

con secretos indebidos,

fuiste tú la arquitecta virtuosa

             y la conspiración destructora,

fuiste paz y fuiste caos.

Fuiste tal como debías

                                   - y te adoré.

 

Te adoré como los fieles adoran a los santos,

prendiéndote velas, pidiéndote milagros,

ofreciéndote oraciones de rodillas.

Te adoré como si fuera pecado:

a oscuras, a escondidas,

sin más luz que la tuya,

sin más alma que la que podía,

                                    quería,

                                    moría por darte.

 

Dar la vida, dar la vida.          

                    Eso es la fe.

Escribirle a Dios una carta

con tus manos de hombre,

mandarla al cielo y esperar

una respuesta en el buzón.

O siendo más literal: 

Amar, y esperar que algún día

te amen igual.

 

II.

 

Tomé mi cruz

y caminé

cargando con la pena

de saberte fuera de mi vida,

saberme fuera de la tuya,

amarte con todo lo que tenía,

con todo lo que era,

y verlo tirado en la tierra,

d e s t r o z a d o , polvo, nada.

           Todo parecía nada. Incluso tú.

 

Cargué también con una lucha

entre odiarte como a nadie,

quemarte en la hoguera del olvido más atroz,

más merecido,

         o levantarte un altar,

         santificarte y venerarte   s i e m p r e ,

         divina, impecable, llena de gracia.

 

Caminé

y me descubrí cayendo,

tropezando entre recuerdos

y entre huesos

afilados de esperanza rota.

Ojalá, al caer,

me hubiera recibido siempre el suelo,

                                          y no tú,

pues cada vez que caí en ti,

me sangraste más.

 

Aunque a decir verdad,

me desangraba y era justo, catártico, sublime.

Doloroso, como todo lo que hace crecer.

Tú  has crecido en mí,

enterrando tus raíces bien profundo

en lo que soy eternamente,

cambie el tiempo como cambie,

y a pesar de lo que digan

nuestras gentes.

 

III. 

 

¿Cómo podíamos saberlo?

Hay cosas que no podemos, no queremos anticipar.

Tu llegada y tú, me desterraron

del país de la cordura

como un augurio de tiempos merecidos,

de cielos  p o r   f i n   alcanzados,

de nostalgias, de muertes,

de vidas inconclusas.

 

No podíamos, no queríamos saberlo.

Podíamos, en cambio, odiarnos,

abrazarnos a la dicha de lo amargo, de lo aislado,

y así salvarnos de la vida.

Salvarnos del amor.

 

Como si uno pudiera salvarse del amor.

 

Lo he dicho siempre: nos tocamos.

Dios sabe que nos tocamos.

Juntos somos la caída.

Juntos somos el vuelo.

Dios sabe que en nuestros ojos,

v e m o s  e l  r e f l e j o ,

la agonía  de nuestra muerte,

la dicha    de nuestra vida.

Dios sabe que al mirarnos,

nuestras almas se acarician.

 

IV.

 

Contigo sobre la espalda,

he subido la montaña hasta el calvario,

y en este Via crucis, he implorado redención.

Y mi alma, que es una con el todo,

que te hizo parte de sí misma,

me escuchó.

 

Debía morir crucificado.

Debía creer con toda mi alma

la promesa de un cielo

que pudiera por fin abarcarnos.

Debía morir de una vez, como Dios manda.

Porque uno,

        h a g a  l o  q u e  h a g a ,

 

no se salva del amor.

 

Carlos Alcaraz

15/12/13

  • Autor: Carlos Alcaraz (Offline Offline)
  • Publicado: 15 de diciembre de 2013 a las 18:08
  • Categoría: Sin clasificar
  • Lecturas: 60
  • Usuarios favoritos de este poema: Claire
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