I.
El día menos pensado
debía llegar hacía ya tiempo.
Y no llegó. No llegó nunca.
Esperaba esperarlo
el tiempo que fuera necesario.
Pero las alas arden cuando no se usan,
y el infortunio grita, grita.
No pude más.
Tomé mi cruz, y mi espalda la abrazó
como a un viejo amigo.
Tomé mi cruz y comencé u n a v e z m á s
el camino hacia mi muerte
que negué
tantas veces.
Nadie tuvo que decirme
cuál era la historia
ni arruinarme el destino
con secretos indebidos,
fuiste tú la arquitecta virtuosa
y la conspiración destructora,
fuiste paz y fuiste caos.
Fuiste tal como debías
- y te adoré.
Te adoré como los fieles adoran a los santos,
prendiéndote velas, pidiéndote milagros,
ofreciéndote oraciones de rodillas.
Te adoré como si fuera pecado:
a oscuras, a escondidas,
sin más luz que la tuya,
sin más alma que la que podía,
quería,
moría por darte.
Dar la vida, dar la vida.
Eso es la fe.
Escribirle a Dios una carta
con tus manos de hombre,
mandarla al cielo y esperar
una respuesta en el buzón.
O siendo más literal:
Amar, y esperar que algún día
te amen igual.
II.
Tomé mi cruz
y caminé
cargando con la pena
de saberte fuera de mi vida,
saberme fuera de la tuya,
amarte con todo lo que tenía,
con todo lo que era,
y verlo tirado en la tierra,
d e s t r o z a d o , polvo, nada.
Todo parecía nada. Incluso tú.
Cargué también con una lucha
entre odiarte como a nadie,
quemarte en la hoguera del olvido más atroz,
más merecido,
o levantarte un altar,
santificarte y venerarte s i e m p r e ,
divina, impecable, llena de gracia.
Caminé
y me descubrí cayendo,
tropezando entre recuerdos
y entre huesos
afilados de esperanza rota.
Ojalá, al caer,
me hubiera recibido siempre el suelo,
y no tú,
pues cada vez que caí en ti,
me sangraste más.
Aunque a decir verdad,
me desangraba y era justo, catártico, sublime.
Doloroso, como todo lo que hace crecer.
Tú has crecido en mí,
enterrando tus raíces bien profundo
en lo que soy eternamente,
cambie el tiempo como cambie,
y a pesar de lo que digan
nuestras gentes.
III.
¿Cómo podíamos saberlo?
Hay cosas que no podemos, no queremos anticipar.
Tu llegada y tú, me desterraron
del país de la cordura
como un augurio de tiempos merecidos,
de cielos p o r f i n alcanzados,
de nostalgias, de muertes,
de vidas inconclusas.
No podíamos, no queríamos saberlo.
Podíamos, en cambio, odiarnos,
abrazarnos a la dicha de lo amargo, de lo aislado,
y así salvarnos de la vida.
Salvarnos del amor.
Como si uno pudiera salvarse del amor.
Lo he dicho siempre: nos tocamos.
Dios sabe que nos tocamos.
Juntos somos la caída.
Juntos somos el vuelo.
Dios sabe que en nuestros ojos,
v e m o s e l r e f l e j o ,
la agonía de nuestra muerte,
la dicha de nuestra vida.
Dios sabe que al mirarnos,
nuestras almas se acarician.
IV.
Contigo sobre la espalda,
he subido la montaña hasta el calvario,
y en este Via crucis, he implorado redención.
Y mi alma, que es una con el todo,
que te hizo parte de sí misma,
me escuchó.
Debía morir crucificado.
Debía creer con toda mi alma
la promesa de un cielo
que pudiera por fin abarcarnos.
Debía morir de una vez, como Dios manda.
Porque uno,
h a g a l o q u e h a g a ,
no se salva del amor.
Carlos Alcaraz
15/12/13
- Autor: Carlos Alcaraz ( Offline)
- Publicado: 15 de diciembre de 2013 a las 18:08
- Categoría: Sin clasificar
- Lecturas: 60
- Usuarios favoritos de este poema: Claire
Para poder comentar y calificar este poema, debes estar registrad@. Regístrate aquí o si ya estás registrad@, logueate aquí.