MI ÚLTIMA CARTA
«Amor mío:
»Imagina un hombre que por días ha caminado un desierto implacable. Se resguarda del sol como mejor puede; en la noche abriga su cuerpo bajo la arena helada. No entiende cómo logra sobrevivir cada noche, pasar los días sin desfallecer. Solo tiene una jata con la que cubre su cabeza y se arropa, unas botas gruesas y un arma al cinto con cinco disparos. Quizás sea un soldado al que su compañía olvidó, o un bandido que perdió el camino huyendo con desespero de la escena de un crimen, cualquier cosa, eso no importa.
»Una mañana comprende que nunca saldrá del desierto. Aunque camine usando todas las fuerzas que le quedan, aunque racione en exceso las pocas provisiones que guarda, aunque lo desee con su corazón completo, solo está prolongando lo inevitable. El hombre, convencido, sienta en una duna que se moldea a la forma de su cuerpo. Saca el arma y la pone sobre su cabeza.
»Cada una de las cosas que ha vivido, sobre todo aquellas que lo hicieron feliz, pasan por su mente. Como le sobra tiempo, como es él quien controla con su dedo el final, se demora mucho en cada recuerdo. Los acaricia con todos sus sentidos. Lo rumia, uno a uno, hasta que se hace anodino y le es necesario pasar a otro; repite la acción, se deleita en el placer que le proporciona aferrarse, al menos por última vez, a lo que un día fue bello. Ha dejado de importarle el entorno, la inexistencia y la imposibilidad de que el recuerdo sea más que eso: una forma, una idea, un algo intangible y estúpido. Pasa en eso muchas horas, no puede saber cuántas. Horas en las que no siente sed ni cansancio, en las que el miedo lo abandona y la soledad infinita de la arena se le hace casi sublime.
»”No hay mejor lugar para morir”, se dice.
»Sigue, no puede dejar de recordar. Hay tantas cosas bellas en su vida que no alcanza nunca el final de la añoranza. Pasa de un recuerdo a otro y con el último se activa una ramificación incontable de más recuerdos buenos; y cada rama tiene más ramas y más… retira el arma de su cabeza. Contempla el horizonte liso por donde muere el sol trayendo el viento helado que llega de todas partes. Anochece.
»Inexplicablemente, el tiempo que pasó sobre la duna, la comodidad de la arena, los recuerdos, tal vez, el descanso, cualquier cosa, le han devuelto las fuerzas a su cuerpo. Siente que vale la pena echarse a andar de nuevo, que nada es tan extenso ni tan inabarcable como parece y que —de eso está seguro— en algún sitio hacia allá, o quizás hacia el otro lado, o más hacia el lugar por donde se oculta el sol, hay una ciudad o un oasis o alguien que lo ayudará. Es cuestión de resistir, se dice, de tener voluntad, de aferrarse a esa esperanza certera de que no se ha quedado solo en el mundo.
»Se pasa la jata alrededor de los hombros, regresa el arma a su cinto y camina. Todo es oscuro, muy oscuro. No consigue ver siquiera el lugar donde posó su pie. Hace un par de tiros para encender un jirón de su camisa con el fuego que expele el cañón. Sin combustible es inútil, tanto como le parecen las balas ahora que ha vuelto la esperanza.
»Podrá parecer imposible, inverosímil y un poco tonto, tal vez, amor mío. Sin embargo, si apelas a la sensatez, entenderás fácil que la vida funciona de ese modo. Nuestro hombre, como era de esperarse de quien camina en completa oscuridad, sin rumbo fijo, tropieza. Cae en un pozo centenario y olvidado. Cae sin darse cuenta de cuánto tiempo estuvo cayendo. Sobrevive a la caída. Se toca, no se ha roto ni un solo hueso porque en el fondo del agujero la arena está húmeda y amortiguó el golpe. Se entusiasma al corroborar que puede hidratarse si succiona, no sin esfuerzo, de la arena. Chupa tanto como puede, la sed se va; la arena se moja de nuevo.
»En la mañana, luego de apenas dormir recostado contra los muros del pozo, el sol se mete por la abertura, allá muy arriba, y lo ilumina todo. Intenta trepar, pero los muros son resecos e inestables. Con cada empellón de su pie, se desprenden pedazos grandes que se hacen polvo con facilidad. Bebe de la arena; lo vuelve a intentar y lo sigue intentando hasta que es de noche y se acomoda para dormir el cansancio de tantos días. Repite la escalada tanto como le dan las fuerzas. El agua que succiona, aunque sacia su sed, no le proporciona energía. Ya no tiene nada qué comer. Le es imposible tan solo ponerse de pie, levantar una mano, respirar profundo o usar la bala que quedó en su arma.
»Como nuestro hombre del desierto, aunque pudimos darnos un tiro en la cabeza, preferimos caer a lo profundo de un pozo con un arma en la mano. Pudimos terminar todo con menos sufrimiento, pero optamos por caminar, amor. No te digo que intentarlo sea malo, que el amor no nos alcanzara para eso; solo creo que los recuerdos bellos suelen inventar promesas donde solo quedan fantasmas cada día más traslúcidos.
»Te amo, corazón, siempre. Nunca lo olvides.
»Adiós.»
Ella rompió la carta, llamó un amigo y fue al cine.
- Autor: Pintore ( Offline)
- Publicado: 27 de noviembre de 2014 a las 22:27
- Comentario del autor sobre el poema: Este texto no es de mi autoría, es de un escritor que yo admiro mucho, su nombre es Gabriel, todos los créditos a él.
- Categoría: Sin clasificar
- Lecturas: 26
- Usuarios favoritos de este poema: El Hombre de la Rosa
Comentarios1
Muy literaria y bella tu carta amigo Pintore...
Un placer pasar por tu portal
Saludos de tu amigo Críspulo
El Hombre de la Rosa
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