El juicio silencioso

El silencio es hermoso.

Los ruidos de la vida me aturden,

y es agradable oír la nada, empaparme de la nada.

Nada, nada, nada. Un momento, esto no es...

así es, pronto caigo en mi ingenuidad.

Lo comprendo, el silencio es como un goteo insistente

en el que la voz de la conciencia se acrecienta

como un juicio sagrado y feroz.

Suena mi voz, una voz que es mía, pero que no reconozco,

y esa voz es ahora todo lo que existe.

De repente pienso: ¿por qué tanto pensar?

El pensar me desgasta, me oprime, me agota.

¡Basta de pensar!

Pero aún esta frase resuena como una bomba en mi cabeza.

Esto ya no es silencio.

El silencio externo es propicio al bullicio interno,

el cual, sin dudas, es el peor.

Entonces intento enfocarme en lo que existe, en lo real.

La ventana, el sol, la mesa, mi mano, la sombra.

Al fin me callo.

NADA.

Lentamente, socavando la realidad,

la nada va colmando la existencia hasta exprimirla.

La realidad se absorbe a si misma,

se muestra desnuda, nadando en el silencio.

Es atroz, enorme, inmensa.

Está en todo, es todo, y todo es ella.

Mi corazón se estremece, lo acabo de comprender.

Cometí el error de no pensar por unos minutos.

Estoy asustado, no sé como regresar.

Afuera está todo, pero como un decorado de papel.

En cualquier momento puede rasgarse.

El cielo es azul, pero eso no importa, porque está opaco.

Veo mi sombra, y ya no comprendo que es la no luz,

ya no la diferencio de la mesa.

Y luego está mi mano,

esa cosa que une cinco gusanos caprichosos,

y tampoco puedo diferenciarla de la mesa.

Se mueve, creo, a mi voluntad

pero me es ajena.

Todo mi cuerpo me es ajeno.

Quiero volver a la conciencia,

y pienso "tengo que pensar".

Me conformo con pensar en pensar.

Me desligo de lo que es por un instante,

cierro los ojos.

La calma regresa de a poco.

La cordura cae lentamente sobre mi entorno.

Abro los ojos y todo vuelve a tener sentido.

Lo primero que hago, sin dudar, es gritar como loco.