Estaba de acuerdo con las palabras que jamás mencionaste, con la dureza de tu mirada cada vez que, sutilmente y queriendo parecer inocente, mi amor quedaba a media luz cuando te hablaba.
Cuando estaba cerca de ti, hasta mi forma de caminar se desequilibraba y no es que quisiera pertenecer a ti como para estar cerca, era que aunque no lo supieras yo era tuyo: te necesitaba; no como al oxígeno pero sí como al corazón. No bombeas sangre no obstante, hacías que mi corazón fuera más eficiente cuando estabas cerca.
Me gustaba verte estudiar, volar, leer: tener nuevos mundos entre tus cejas. No, jamás te vi dormir junto a mí pero, te veía dormida en la facultad tomando un café y siento el perfecto zombie. Te veía cumplir tus sueños: ser feliz y sonreír como sabía que yo nunca lo lograría.
Tenía aquella manía infantil de querer estar contigo todo el tiempo. Aunque mis celos me mataran a veces, a pesar de que, algún día no te tendría y mi dependencia absurda se iría a la basura junto con mis sentimientos. Sabía que mi amor por ti era reciclable, sabía que no dejaría de amarte. Y moriré haciéndolo: eso es lo más triste.
Aquella tarde en la que fumamos juntos y en tu confidencia me contaste de tu amor por él, fue la tarde en la que me dio cáncer. No fue de pulmón, fue de amargura, de celos que jamás comprenderías. Ahí comencé a ser lo que fui por tanto tiempo: un rebelde incomprendido, un sociópata despechado y todo lo que odiabas porque necesitaba tu atención, tu preocupación. Necesitaba que sintieras por mí un tipo de sentimiento cercano al que sentías por él, así fuera odio.
Entonces me odiaste, odiaste todo en lo que me convertí. Y yo te odiaba o me odiaba, no podía culparte: era un enamorado que no sabía decir en voz alta un te amo.
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