EL ÚLTIMO TREN
Sinopsis
Por Juan Alberto Anzorena
Un joven obtiene un trabajo de verano en un pequeño pueblo del interior de España. Tiene que vigilar
durante la noche una pequeña estación. Cada noche, una figura solitaria se sienta en un banco del andén.
El joven intrigado entablará conversación con el hombre, y este le contará una extraña historia...
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Pasaje 1º: 1ª Parte EL PUEBLO
EL ÚLTIMO TREN
Pasaje 1º: 1ª Parte EL PUEBLO
Por: Juan Alberto Anzorena
Terminaba el cuarto curso de Derecho cuando me encontré que no tenía trabajo para el verano. Sin un
trabajo que me permitiera ahorrar,
no podría realizar en condiciones el último y definitivo curso de la carrera. Quizás, el más importante
de todos. Trabajar en verano más las becas me permitían llevando una vida austera, dedicarme por
completo a mis estudios. Había visto a buenos estudiantes tener que abandonar los estudios, o repetir
curso porque el dinero no les daba para más.
Empezaba a morderme las uñas de desesperación cuando un amigo me dió un nombre y un teléfono. Enseguida llamé y como las condiciones parecían buenas y el sueldo estaba b ien acepté. Así, el 15 de
junio de aquel año empaqué cuatro cosas, la mayoria libros de derecho y alguna novela, y me dirigí a un
pueblecito del interior: San Jacarillo.
El pueblo era decepcionantemente pequeño. Constaba de una avenida principal que abocaba en una
plaza donde estaba el ayuntamiento, el cuartel de la guardia civil, un centro médico y la oficina postal.
En el centro de la plaza el busto de bronce de un prócer olvidado se fundía bajo un sol de castigo como
mi cerebro cuando me dirigía sudoroso y cansado hacia el hostal donde me hospedaría. Encabezando la
plaza una iglesia apuntaba al cielo raso con su picudo campanario, donde anidaban una familia de
cigüeñas.
El calor era seco y espeso, como era de esperar en un lugar tan árido y polvoriento, de llanuras
amarillo limón y árboles enanos que no darían sombra ni a una ardilla y que crecían de lado, retorcidos
sobre su propio tronco, pegados los unos a los otros, aterrorizados por el viento que, de vez en cuando, pegados los unos a los otros, aterrorizados por el viento que, de vez en cuando,
debía pegar fuerte por aquellos lares.
Dejé mis cosas en el único hostal del pueblo. Una casona de paredes blancas y encaladas, con unas
diez habitaciones, que a juzgar por la soledad de sus pasillos, no debían estar ocupadas. Lo bueno era
que el interior era fresco y agradable. Además, mi habitación estaba limpia y un balcón lleno de macetas
y flores abría un poco aquella habitación simple a la frescura de los jardines.
La estancia y la comida era un emolumento adicional a mi sueldo que me venía de perilla para mi afán ahorrativo. Así, todo el mensual iría directo y limpio a mi libreta de ahorros. Esa fue una de las
razones que me habían empujado a aceptar aquel empleo con celeridad. Mi trabajo era en la estación de
ferrocarril de San Jacarillo. Allí, me dirigí trás una ducha agradable que refrescó mi ánimo vapuleado.
Los viajes en autobús no son precisamente agradables cuando el vehículo es viejo y destartalado, carece
de aire acondicionado y sus pasajeros parecen tener todos una extendida fobia al agua y al jabón..
Pasaje 2º: 2ª PARTE: LA ESTACIÓN
Por: Juan Alberto Anzorena
La estación, de paredes blancas como todos los edificios del pueblo, tenía varias dependencias. Las
oficinas que comunicaban con la ventanilla de venta de billetes, un almacén y la caseta, pequeña y
ventilada del guarda. El Sr. Blanquillo, -el nombre le venía al pelo en aquel pueblo blanco.-, era el jefe
de estación, y como único empleado vendía los billetes, abría y cerraba la estación y arreglaba los cuatro
papeles que generaba la pequeña estación. El guarda de noche, un tal Federico Losada, se había tomado
una excedencia que duraría todo el verano y necesitaban cubrir, para mi suerte, la plaza. El Sr.
Blanquillo, de unos cincuenta años de edad, llevaba quince años trabajando en esa estación. Iba en
mangas de camisa y unas gotitas de sudor resbalaban de vez en cuando frente abajo. Sus ojos se
escondían bajo unas pobladas cejas grises que le daban el aspecto de estar siempre enfadado. Sin
embargo, el buen hombre tenía un excelente humor y no parecía infeliz ni triste. Sino todo lo contrario.
Rápidamente me enseño en que consistiría mi trabajo. Más que nada era evitar que alguien entrara en las
dependencias cerradas de la estación. En el andén no había problema si alguien se sentaba a esperar. Naturalmente, todo dentro de un orden. No querían que nadie cayera a las vías y cosas así. El Sr.
Blanquillo que se jactaba de conocer a las personas en un primer vistazo, me dijo que yo tenía rostro de
juez. Achaqué aquella observación a una prueba más de mi buena suerte, pues mi idea al acabar los
estudios era preparar las oposiciones para juez. El Sr. Blanquillo no sabía que yo estudiaba derecho, así
que de alguna manera se me estaba indicando que iba por buen camino.
Volví al hostal a descansar un poco, ya que debía empezar cada día a las 10 de la noche y acabaría a
las seis de la mañana, hora en que el Sr. Blanquillo abría la estación. Así, aquella noche empecé un poco
antes. Estaba de mejor humor y quería causar buena impresión a mi jefe. Tomamos un café y le ayudé a
cerrar la estación. Nos despedimos y, de esta forma, comenzó una ristra de dias y noches, todas iguales,
marcadas por el calor, la comida de la Sra. Vicenta en el hostal, los cafés y las pequeñas conversaciones,
mis lecturas en la noche y mis paseos solitarios por la estación, bajo las estrellas. Casi nunca venía nadie
por la noche. Solo a las diez, al comenzar yo mi turno una figura solitaria, tocada con sombrero y largo gabán negro, se sentaba en un banco del andén, esperaba media hora y luego, se marchaba a pasos
despaciosos, con la cabeza baja. Esto ocurría todos los días. Yo solía cenar y me preguntaba a veces,
quien seria aquel hombre que cada noche aparecía y hacía lo mismo. ¿Esperaba o era aquella el final de
un paseo?.
Pasaje 3º: PARTE 3ª: EL ESPECTRO
Por: Juan Alberto Anzorena
Las noches pasaban lentas. Las ocupaba leyendo, escuchando la radio y paseando por el solitario andén.
A la mañana, cuando llegaba el Sr. Blanquillo nos tomábamos en tranquila contertulia un café, abríamos
la estación y trás despedirme me iba al hostal a dormir hasta las tres o las cuatro de la tarde. Me
duchaba, bajaba al comedor y la Sr. Vicenta, me servía la comida. Así estuve hasta principios de
agosto, hasta que un día le pregunté al Sr. Blanquillo por el hombre del sombrero que aparecía cada
noche a las diez a sentarse en el último banco del andén.
-Es el espectro.-me contestó mi jefe y, soltó una pensativa bocanada de humo. Quise reirme pero le ví
muy serio.
-¿El espectro?
-Bueno, ya sabe. Es un mote. Así le llama el Sr. Losada.
El Sr. Losada era el guarda que se había tomado la excedencia, y al que yo sustituía.
-Apareció hace tres años y cada noche a las diez viene a la estación, se queda un rato y luego, se marcha.
-Imagino que será alguien del pueblo, ¿no?.
El Sr. Blanquillo se encogió de hombros.
-No tengo ni idea. Yo vivo en Fuente Vieja, a 20 kilómetros de aquí. No hace nada malo, ni molesta. No
debes preocuparte por él muchacho...
Era ya mediados de Agosto. En un mes acabaría allí. Así que, una noche cogí mi cena y me fui hasta
el último banco donde se sentaba mi espectro. Mi cena consistía en un buen bocadillo de jamón serrano
y aceite de oliva. Lo comí con gusto, echando ligeros vistazos a mi compañero de banco. Y es que me
intrigaba aquella figura que cada noche adornaba el solitario andén con su triste figura. Era un hombre
de unos 60 años de edad, con el pelo blanco y barba poblada. Su ropa parecía de calidad, pero se notaba
que hacía tiempo que no pasaban por la tintorería. Imaginé por su porte, su comedida actitud que era un
hombre de educación. No parecía el típico hombre de campo. Si hubiera sido este el tipo de hombre que
se sentaba a mi lado ya me hubiera lanzado algún comentario sobre el tiempo metereólogico, o sobre el
buen olor que desprendia mi bocadillo.
Pasaje 4º: PARTE 4ª: LA HISTORIA QUE CONTÓ EL ESPECTRO
Por: Juan Alberto Anzorena
Cuando terminé saqué mi paquete de tabaco y le ofrecí un cigarro. El hombre dejó de mirar el vacío y
sonriendo levemente cogió un cigarro con una mano firme y tranquila.
-Que buena noche...-dije por decir algo. Tenía ganas, no sé porqué, de entablar conversación y empecé
como lo haría cualquiera que no tuviera ni un poco de imaginación.
-¿Es usted maricón?.-me pregúntó sonriendo.
Sorprendido me reí nervioso.
-Nooo.-protesté algo escandalizado, sin saber bien porqué.
-Tranquilo.-contestó en el mismo tono jocoso.-si no me importa.
Fumé tranquilamente mientras él hacía lo propio. Luego, me reí silenciosamente.
-Soy el vigilante de la estación. Quería verle, eso es todo.-dije con tranquilidad.
-Sí, lo sé. Ya le he visto.
-Tenía curiosidad, eso es todo.
-Quiere saber que hago aquí cada día, ¿no?.
Me quedé sorprendido. Aquello no me lo esperaba.
-Pero es que no hay trenes hasta las 6 de la mañana. Se lo digo de buena tinta.
Hector dió una bocanada profunda al cigarrillo, como si fuera el primero en mucho tiempo.
-Sí, también lo sé. Después de tres años me sé los horarios al dedillo.
No dije nada a la espera de una aclaración que no tardó en aparecer.
-¿quiere que le cuente porque estoy aquí?. Pues bien, lo haré. Yo también necesito hablar después de
tres años de silencio forzado...Hace 23 años más o menos, yo era un hombre gris, un simple funcionario
de Registro Civil. Un hombre sin familia, ni mujer, ni hijos. Un soltero empedernido que solo tenía una
única pasión. Y esa era la de escribir. Porque mi pasión única en la vida era escribir. Tenía varias
novelas, había escrito miríadas de cuentos, había participado en cientos de concursos pero...las
editoriales me rechazaban las novelas, nunca ganaba en ningún concurso literario y mis cuentos no los
leía nadie. Alguien me había escrito diciendo que tenía talento pero que mis premisas eran de todo
inoperantes en términos comerciales....así, literalmente: inoperantes en términos comerciales. No sé que
cojones significa eso, bueno si, me hago una idea, pero no entiendo porque utilizan ese lenguaje tan
chusco. No lo entiendo. La cuestión es que vivía una vida uniforme y sin grandes sobresaltos. Cada día, de lunes a viernes, iba a trabajar al registro y tardaba en el traslado una hora...ya sabe, una hora para ir,
una hora para volver, una hora para la comida...la cuestión era que a fin de cuentas, me tiraba todo el día
fuera trabajando, y llegaba a casa hecho polvo, sin ganas para nada. Solo podía hacer dos cosas: leer y
escribir. Me mantenían vivo. Era mi balón de oxígeno. En cuanto al amor, era para mi pasajero. Y no es
que no conociera mujeres, es simplemente, que ellas se daban cuenta de que conmigo no iban a llegar a
ningún sitio. Todas ellas tenían sueños comunes: casarse, tener hijos, comprar una casa, un coche,
envejecer junto a un hombre bueno. El amor me enganchaba unas semanas, luego, desaparecía la chispa
del deseo o la novedad, no sé bien que sería, y perdía interés. Ellas acababan desencantándose y me
dejaban. Yo no tenía valor ni memoria para dejarlas. Era demasiado esfuerzo, así que simplemente como
un asesino del amor, lo dejaba languidecer, amustiarse y quedarse sin fuerzas, hasta que finalmente
moría de puro aburrimiento.
Así hubiera seguido indefinidamente perdido en un mundo de niebla, sin destino, sino fuera porque una
noche al volver del trabajo perdí el tren de vuelta. Tenía que esperar una hora o quedarme a dormir en la
ciudad. Pensé en esperar mientras dejaba vagar mi mente en nuevas ideas para una novela que estaba
construyendo en mi mente. Así que, allí me quedé en el andén, solo, esperando a aquellas horas de la
noche. Imaginaba que mas tarde aparecería gente, pero como la soledad no me asusta pronto me sentí a
gusto. De repente, entró en la estación un tren. Me quedé sorprendido porque apenas había hecho ruido.
Además era una máquina un tanto extraña. Toda negra y sólida como las máquinas antiguas que se ven
en los grabados de historia. Un hombre uniformado saltó al andén e hizo sonar una campana. Miré el
reloj. Sólo habían pasado cinco minutos.
"Oiga...oiga, ¿va este tren hasta San Jacarillo?".-Le pregunté cruzando los dedos.
El hombre me contestó con una sonrisa:
"Este tren llega a todas partes..."
Sin poder creer mi buena suerte, subí al tren de un salto. El hombre me acompañó hasta un
compartimento y pagué mi billete. Pronto empezó a moverse, y diez minutos más tarde, me quedé
dormido.
Pasaje 5º: PARTE 5ª: LA HISTORIA QUE CONTÓ EL ESPECTRO
Por: Juan Alberto Anzorena
Una mano me agitaba y desperté sobresaltado. Era el revisor del tren.
-Ultima estación.-Dijo.
Me incorporé lentamente. El hombre salió del compartimento. Cogí mi maletín y salí a la estación.
Curiosamente era de día. Y aquella no era ni mucho menos, la estación de San Jacarillo. Además, había
mucha gente. El andén estaba lleno de fotógrafos. Salté al andén y comencé a caminar en busca de un
mostrador o algo donde pudieran informarme. Uno de los fotógrafos me señaló y la nube de periodistas
me rodeó en unos segundos. Algunos micrófonos apuntaban a mi boca y me hacian todo tipo de
preguntas:
-¿De que trata su última novela?
-¿Es verdad que le han comprado los derechos la productora Dreaming para hacer una película?
...
-Sr. Frias...Sr. Frias miré aqui....
Hubo un momento en que comencé a marearme. Una mano fuerte me agarró del brazo y un vozarrón
gritó con jovialidad:
-Chicos...chicos, estais mareando al Sr. Frias...Por favor, dejadle pasar. Habrá una rueda de prensa
mañana a las 10 en el hotel. Por favor, dejad paso que este hombre tiene que descansar...
Por lo visto, el Sr. Gonzalves era mi agente literario. Por lo visto, yo era un escritor de éxito. Por lo
visto, me había quedado dormido y estaba soñando. Incluso, aquella noche ,ya solo en la habitación de
un hotel, con algunos volúmenes de mis obras en las manos, dudaba de la veracidad de lo que estaba
viviendo. Aquello no podía ser real. El Sr. Gonzalvez me dijo lo que podía contar en la rueda de prensa.
Me pidió que no me preocupase, si alguna pregunta me resultaba díficil, solo tenía que callarme y él
respondería por mi. Yo entonces, le respondí que porque no hacía él la rueda de prensa. Me miró un
momento desconcertado y luego empezó a reirse. Creyó que estaba bromeando.
Era increíble ver mi propia foto en la contraportada de uno de los volumenes que reconocí como una
novela que había sido rechazada una y otra vez por las editoriales. Por curiosidad leí mi propia biografía y quedé sorprendido:
Pasaje 6º: PARTE 6ª: LA HISTORIA QUE CONTÓ EL ESPECTRO
Por: Juan Alberto Anzorena
"Hector Frías nació en 1950 en el pueblo de San Jacarillo. Hijo de una modesta familia, consiguió por
oposición una plaza en el Registro Civil, donde trabajaba a diario. Desde joven había sentido una gran
afición por la lectura, y fue sobre todo en su convalecencia de tifus, cuando tenía 16 años que descubrió
su vena literaria. A partir de ahí, se dedicaría a escribir en sus cada vez más escasos ratos libres. Lanzó
su primera novela "Dunas Salvajes" con 21 años, al concurso literario más importante del país:
PREMIO JUPITER, del que obtuvo el primer puesto. Este premio le sacó del anonimato ya que un
desconocido había arrebatado el premio a escritores ya consagrados. Su novela se convirtió en todo un
best-seller a nivel mundial..."
Me quedé anonadado. Mi propio rostro, quizás más confiado y sereno me observaba desde la fotografía.
Era verdad que había estado enfermo en cama, pero había tenido la escarlatina, no el tifus. Y lo de
escribir, bueno no recordaba exactamente cuando había decidido ser escritor. Era algo que se me perdía Pero allí estaba mi novela, la primera: "Dunas salvajes", exactamente tal y como la escribí. De repente,
me puse nervioso. Noté unas palpitaciones exageradas en el pecho. Así que, me acerqué a la nevera y
abrí una botellita de whiskie. Me deshicé de la corbata y me tumbé en la cama. Le pegué un lingotazo a
la botellita. Luego, apagué la luz y me quedé dormido trás varias horas con los ojos abiertos mirando el
techo.
Que le voy a decir. Curiosamente la rueda de prensa me salió a pedir de boca. Muchas veces había
imaginado como me entrevistaban y las palabras salían automáticamente de mi boca. Luego, estuve en
una importante librería donde firmé autógrafos. Aquel contacto me resultó revitalizador. La gente me
miraba con veneración y respeto. Luego, todo fue rodado. Como si aquel destino, del que esperaba que
en cualquier momento me echaran a patadas, me hubiera estado esperando durante años y años.
Una tarde, después de una comida, me levanté un momento de la mesa para ir al baño. De repente,
cuando me lavaba las manos oí un algarabío fuera de los baños. Salí y ví a uno de los camareros
forcejeando con una muchacha con los ojos más verdes que había visto en mi vida.
-¿Que pasa aqui?.-Pregunté al camarero en un gesto caballeroso.
-Esta muchacha pretendía entrar al baño de los caballeros.
Miré sorprendido a la muchacha. Ella se deshizo de la mano del camarero, se ajustó la chaqueta y me
tendió un portafolios.
-Me llamo Mary Cohr, soy ilustradora y quería dejarle mis trabajos para que les echara un vistazo.
Me abstuve de hacer comentario alguno. Simplemente recogí el portafolio y cuando toqué la piel de su
mano nos estremecimos los dos como si hubiéramos recibido un calambrazo súbito. Entonces me dí
cuenta de las pecas que cubrían su nariz.
-Muchas gracias Señor Frías.....-luego, dirigiéndose al camarero: sé el camino hasta la salida.
Pasaje 7º: LA HISTORIA QUE CONTÓ EL ESPECTRO.
Por: Juan Alberto Anzorena
Ni que decir tiene, que aquella muchacha había causado en mí algo más que una honda impresión. Y si
el amor es algo químico, no lo sé. Cuando volví a la mesa no podía dejar de pensar en su mirada. Luego,
me puse a mirar sus ilustraciones que compartí con el resto de contertulios. Todos ellos coincidieron en
que era una persona con talento. Así que, mi propio agente me prometió ponerse en contacto con ella.
quedó embarazada. Aquello cambió por completo mi perspectiva y como un pájaro comencé a construir
el nido. Compramos una casita en las afueras. Estaba cerca del pueblo, y al lado había un bosque que
daba al mar. Quería que mis hijos crecieran en medio de la naturaleza. Durante las mañanas dábamos
largos paseos, luego volvíamos a casa. Yo escribía, ella dibujaba. Si hacía sol nos sentábamos en el
jardín. Aquel período fue el más fértil para los dos. Nació nuestro hijo Alejandro. Y luego, vinó
Adriana. Todo era nuevo para nosotros. Aquellas dos vidas llenaban la nuestra con una vitalidad que ni
el arte podía ensombrecer. Yo estaba maravillado. No quería perderme sus primeros pasos, sus primeras palabras. Los niños veían el mundo de una forma tan inocente, que sus propios padres comenzamos a
percibirlo de nuevo. Tener hijos tiene eso, los propios padres comprenden de nuevo el mundo, recuerdan
de alguna forma, aquella manera de verlo que habíamos olvidado. Y los niños son nuestras nuevas
gafas. Sustituyen esa apatía que genera el paso de los años. Y que hacen de la existencia un objeto usado
y viejo, al que no prestamos atención.
salieron imitadores. Tuvimos muchos problemas, pero eso se debería contar en otra historia. Mi hijo...
pálida. Alejandro se había caído al agua y no había vuelto a aparecer. Aún no sé muy bien que ocurrió.
Recuerdo todo aquello como en una bruma. Bajamos a la playa. Mis hijos eran excelentes nadadores. Ví
enseguida su cuerpo flotando bocabajo y me tiré al agua con la ropa, los zapatos. No pensé en nada.
Como pude tragando agua y mezclando mis lágrimas con el agua salada del mar lo arrastré a la orilla.
Mary se abalanzó sobre él gritando. Tuve que empujarla e intenté reanimarlo. No volvió a la vida.
Adriana temblaba contemplando la escena. Mi mujer cayó llorando sobre el cuerpo de mi hijo. Adriana abrazó a su madre. Yo no podía. No pudé hacer lo que tenía que hacer, que era compartir el dolor.
Retrocedí y simplemente me fui. Eché a correr, me alejé de allí. Durante dias anduve vagando por los
caminos secundarios. Llegué a una estación y esperé en el andén. Una noche vino un tren. Era una
máquina oscura, sólida. Apenas hacia ruido, y de su vientre brotaba un vapor blanco que silbaba
amortiguado, como si estuviera todo envuelto en una campana invisible. Bajó un hombre con una
campana que hizo sonar sin ninguna alegría. Sin mediar palabra, subí a la máquina. Sabía que aquel era
el tren que había estado buscando en la última semana..
Pasaje 8º: PASAJE 8º: FINAL 1
Por: Juan Alberto Anzorena
"...Así, volví al lugar de donde nunca debiera haber salido. Cuando me dí cuenta, estaba de vuelta en
San Jacarillo, sin dignidad, sin dinero, sin familia, sin ninguna vida que vivir. Durante tres años he
malvivido arrastrando mi dolor y la suerte que yo mismo me he buscado. No quiero ni pensar en mi
amada Mary, o en mi hija Adriana, que tanto necesitará a su padre. Ahora me doy cuenta del error que
cometí. Nunca debí abandonar a mi familia. Eso es lo peor. Eso es imperdonable..."
Hector se quedó en silencio. Yo no pude romperlo con ninguna palabra, que en aquel momento, me
parecía que sobraban. Aquel hombre cargaba sobre sus hombros una culpa y un dolor, de los que
únicamente él podía liberarse. Así que, le dejé un cigarrillo que él agradeció con un sobrio gesto de su
cabeza, y me volví a la caseta. Me hubiera gustado tener una cámara fotógrafica en aquel momento.
Pero no la tenía, y solo cuento con mi memoria para recordar a aquel hombre extraño, allí solo, en la
oscuridad, esperando un tren que no llegaba. Pensé en la familia que había dejado en algún lugar de este
universo. Ellas también le echarían de menos.
Por fin, una mañana se convirtió en la última y me despedí del Sr. Blanquillo. La Sra. Vicenta me
abrazó como una madre sentimental, y me dió una bolsa llena de comida para el viaje de vuelta. Volví a
la ciudad, al metro y las aglomeraciones. Durante días permanecí en un estado de aclimatación. Me
resultaba díficil volver a sentirme como en casa, después de aquel monacal retiro en un pueblo. Pero
pronto se me quitó ese aire perplejo que se aloja en los rostros de los visitantes en la gran ciudad. La
rutina de las clases, el contacto con gente de mi edad, y las alegrías propias de la vida de estudiante
devolvieron mi ánimo a su lugar.
Era mediados de Enero. Ya habían pasado las vacaciones de Navidad. En el periódico de la cantina leí
una noticia que me trajo a la memoria a mi espectro.
"En la mañana del pasado jueves, el vigilante de la estación de San Jacarillo, encontró el cuerpo sin vida
de un hombre aún sin identificar. Se cree que su muerte fue debida a causas naturales. Parece ser que
sufrió un infarto mientras corría por las vías del tren, por motivos que se desconocen..."
Recuerdo que me levanté y salí de aquel ambiente de jolgorio y chanzas que me rodeaba. Me metí en
el baño y lloré por Hector Frías, que había muerto corriendo detrás de su última esperanza de volver a la
vida.
Pasaje 9º: FINAL 2
Por: Juan Alberto Anzorena
"Me dormí como aquella vez, y cuando desperté estaba otra vez de vuelta en San Jacarillo. No me
asombré de aquello. Pocas cosas me asombran. Visité los lugares comunes que aún sobrevivían en mi
memoria: mi antigua casa de soltero, el bar donde me tomaba el café los domingos, el campo seco que
manchaba mis zapatos de polvo amarillo limón cuando paseaba cual cuervo negro y solitario en mis
años de soltería. Mi casa ya no existía. Ahora el edificio es una biblioteca en la que me refugio cuando
llueve. En el bar ya no me permiten la entrada. Según dicen mi aspecto espanta a los tertulianos. Pero
este es mi destino. Esto es lo que me merezco después de mi ingratitud y mi cobardia. Solo me acogen
los campos yermos y las palomas de la plaza..."
Hector se quedó en silencio. Y yo hice lo propio. Ninguna palabra podía romper aquel hielo. El
hombre estaba sumido en la culpa y el dolor, y sólo él podía perdonarse a sí mismo. Volví a mi caseta, y
durante los pocos dias que me quedaban de trabajo en la estación, lo ví realizar su ritual diario: Sentarse
solo y pensativo en aquel último banco, esperando sin esperanza un tren que no llegaba.
Al fin, terminó el verano. Y con él, mi trabajo en aquella pequeña estación. Volví a la ciudad, y
comencé a prepararme para el inicio del curso, quizás el más importante de mi carrera. Poco a poco, el
tiempo fue borrando aquel verano extraño. Así, me licencié, oposité para juez, y un buen día me
encontré pensando en aquel verano.
Estaba esperando plaza para mi nuevo cargo de juez, y decidí pasarme por el pueblo. El Sr. Blanquillo
ya no estaba. Por lo visto, hacia un año que se había jubilado. Fui a la hospederia, y me encontré a la
Sra. Vicenta, más avejentada, pero igual de amable con mi persona.
A la noche me encaminé a la estación con el corazón en un puño. Estaba nervioso. Fui hasta la caseta
del guarda donde dormitaba el que imaginé sería el Sr. Losada. Eran poco más de las diez y aquel
hombre ya estaba casi dormido. Toqué con los nudillos a la puerta y el hombre alzó la cabeza con
expresión somnolienta y aturdida. Federico Losada era un hombre pequeño, de rostro indefinido.
Cabellos morenos y lineas pronunciadas en los pómulos, que le daban un aspecto recio. Pero lo único . robusto en su cuerpo era su rostro y su cuello que permanecían sobre un cuerpo enclenque y pequeño.
Abrió la puerta de mala gana. Con algo de temor en la mirada. Quizás pensaba que yo era un inspector o
algo así. Me presenté y ya tranquilizado el hombre, me invitó a un café que acepté de buena gana.
Hablamos durante un rato. El me puso al tanto de las noticias en aquella media hora. Ahora regentaba
la estación un hombre joven, al que yo había conocido aquella misma mañana. No lo dijimos, pero a
ninguno de los dos nos caía bien aquel hombre treintañero, de gafas y entradas visibles en la frente. A
mi me había tratado con la frialdad propia de los burócratas. No tenía la humanidad del Sr. Blanquillo, y
si demasiado de la eficiencia de los insectos.
Así, cuando los dos nos despachamos a gusto criticando al nuevo jefe de estación, y echando de
menos, a nuestro entrañable Sr. Blanquillo llegamos a ese nivel de confianza que solo se consigue con
los extraños que comparten una opinión, y que sabemos que nunca más volveremos a ver. A este nivel
me atreví a preguntarle por el espectro. Losada, que sabía que ya no tenía nada que temer de mi persona,
se atrevió a echarle un poco de whiskie a su café. Luego me ofreció un tanto que acepté sin reservas.
Así, en aquella noche fría, Losada me contó que el espectro no volvió a aparecer nunca más. Una noche
de septiembre fue la última que vió a aquel hombre. En el pueblo, nadie volvió a verlo. Desapareció como había aparecido.
-¿Y que se piensa que le pasó?.-Pregunté intrigado, por aquella nueva.
-Se dicen varias cosas. Unos se alegran de no verlo, y dicen que se habrá marchado a la ciudad. Otros
cuentan que lo vieron acercarse a las carpas de un circo que visitó los alrededores. Hay quien dice que
los del circo lo habrían echado a los leones. No sé, ya saben como son los pueblos. Se dicen muchas
tonterias, y ninguna cierta.
Asentí en silencio. No le conté a Losada nada de lo que sabía. En el fondo, esperaba que Hector
hubiera cogido su tren. Cuando volvía a la pensión, me paré a mirar aquel universo increíblemente
gigantesco que giraba sobre mi. En San Jacarillo no hay contaminación lumínica y el cielo es de una
belleza espectacular. Alli arriba, millones de estrellas titilaban silenciosas. Yo sabia que contemplaba el
pasado, que quizás aquellas luminarias ya habían dejado de existir hacia milenios. Si aquello era posible,
si mis ojos contemplaban el pasado cada noche, quizás era posible que Hector Frías hubiera vuelto,
hubiera regresado a su familia y que ahora, en algún lugar de este universo infinito contemplara las
mismas estrellas. Quise creer que así era y volví caminando despacito a mi habitación.
Los invito a sumarce a mi paguina web de
http://escritoresunidosdenecochea.ning.com/
Comentarios2
HERMOSA NARRATIVA ME GUSTÓ ESO DEQUE MIRABAS LAS ESTRELAS TITILAR... Y QUE ATRAVÉS DE ELLAS CONTEMPLABAS EL PASADO..
INTERESANTE..
BESOS
AMIGO DEJAME DECIRTE QUE LEI PASO A PASO TU NOVELA, ERES INCREIBLE COMO ESCRITOR, TIENES UNA VENA Y UN TALENTO ENORME QUE TE VA A SUBIR HASTA LA CUSPIDE DE TUS SUEÑOS, COMO ESCRITOR Y POETA Y VERAS REALIZADOS TUS ANHELOS.
SIGUE AMIGO ERES GRANDIOSO.
RECIBE MIS ABRAZOS DE FELICITACION.
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