De pibe nos juntabamos a jugar a la pelota en la plaza, frente a la escuela. No había una cancha marcada con cal, ni tampoco arcos ni tribuna. Tan solo un pedazo de tierra llano, con algo de pasto. Las líneas que fijaban los límites estaban en nuestras mentes: el área, el círculo y hasta los travesaños en medio de dos árboles. Se proyectaban en nuestras cabezas, haciéndole pito catalán a los postulados de Euclídes. Se doblaban y corregían a nuestro antojo, para esquivar pozos y malvones. Los tiros elevados forzaban un alto en el juego para deliberar. La opción tiro en el travesaño se descartaba inmediatamente, pues obviamente no tenía partidarios en ningún bando. Había tan solo dos alternativas válidas: gol, o afuera. Éramos profundamente democráticos. Prevalecía el consenso de la mayoría, y todos podíamos opinar, los grandes y los mas chicos. El testimonio más valioso lo daba el propio arquero. Quien observado por un jurado con brazos en jarra, saltaba con sus manos extendidas para probar que la pelota había pasado más arriba que sus posibilidades. Este hecho, practicado de buena fe, era considerado prueba suficiente. En esto había gran justicia. El travesaño se ubicaba unos pocos centímetros más arriba que la punta de los dedos del arquero. Si era bajito, la línea horizontal se acomodaba en nuestra imaginación más cerca del suelo. Si en cambio era alto, se alzaba en dirección al cielo. Nadie tenía dificultad con esta regla, ni con el ejercicio mental que suponía. Y si la discusión aún seguía porque no había acuerdo, se otorgaba entonces un tiro penal a doce pasos, que dejaba al azar toda la justicia. Como la distancia que separaba los árboles que oficiaban de arcos nunca era la misma en ambos lados, cuando alguno proponía que el partido había llegado a su mitad, dábamos vuelta el ataque. El fin del primer tiempo se evaluaba también por el cansancio acumulado así como por la poca luz natural que ofrecía el atardecer. No nos sujetamos al tiempo. De hecho nadie usaba reloj. Cronometrar el partido hubiera impuesto un límite al encuentro entre amigos. Era pegarle un tiro certero al juego. Nadie quería volver a casa. La televisión era solo para los días de lluvia. Jugábamos a hacer goles. Defender era sólo la consecuencia lamentable de correr a recuperar la pelota tras un frustrado avance. Si la pelota caía en algún sector del campo de juego donde había barro, se aplicaba la ley de la última posesión de la pelota. Entonces se le permitía al último jugador que la tocó sacarla del accidente topográfico con una rama, o con la ayuda solidaria de los demás. Cada obstáculo, cada limitación en el desempeño del juego nos unía más, nos hacía más solidarios. Otras veces fueron las hojas de un árbol las que dejaron trunca la parábola de algún rechazo furibundo. Entonces los grandes le hacíamos “pie” a los más ágiles, quienes subían gustosos para realizar la hazaña de aquel día. Nadie hacía tiempo, porque simplemente, el tiempo no existía. La gloria del gol estaba atada a la suerte del talento propio. El único engaño aceptado en el juego era el amague. Nunca simulamos tirándonos al piso buscando un indigno penal. Sólo nos dejábamos caer para descansar, porque los partidos duraban maratónicas tardes. Cuando la noche se llevaba a los jugadores más cansados, otros resistían con un “mete gol entra” en un solo arco. El más próximo a la columna de mercurio. El potrero daba lugar al encuentro inter generacional, y era corriente ver a muchachos de veinte años mezclados con chicos de diez. Todos sabíamos el reglamento nunca escrito en papel (porque la palabra tenía valor). Los grandes no podían pegar patadas, ni “tirar” fuerte al arco. Tampoco ejecutaban los penales, ni participaban de la “pisadita” donde se dirimen los ocasionales compañeros de jornada. No usamos camisetas para diferenciarnos. ¡Si nos conocíamos todos! La diplomacia solía hacerse presente con frecuencia, cuando la pelota abandonaba la plaza producto de algún puntinazo mal dirigido. Si caía en alguna casa, entonces cabían varias estrategias a saber: 1) Si la casa era de alguno de los que disputamos el encuentro, la situación de conflicto se conjuraba rápidamente. 2) Si no, se esperaba hasta que la vecina devolviese el balón. Sin ejercer sobre ella presión, para obtener mejor predisposición. El “gracias doña” a coro, saldaba la deuda cuando la pelota volvía rebotando sola. 3) Si se trataba de la hora de siesta, era mejor suspender el partido, ya que rara vez había dos pelotas. La mejor política era no molestar al vecino. Solía ocurrir que al cabo de un rato, nuestra prudencia se recompensara con la restitución de la redonda. Surgían espontáneos la ovación y los aplausos. 4) El peor escenario era el vecino gruñón e intransigente. Amigo de nadie y pariente de ningún conocido. Entonces de común acuerdo se formaba una comitiva con la misión de negociar la recuperación de la soberanía sobre el vital elemento. Escogíamos a los más grandes, a los de buena conducta, sin dejar de llevar cuando era posible al de mejor posición social. Tener pelota de cuero daba inmunidad. Si se lastimaba su dueño, se acababa el partido. Tenía derecho a realizar el “pan y queso”, que sin solución de continuidad, como gusta decir Víctor Hugo (el uruguayo), concluía al pisar la punta de los dedos del pie rival. Podía pedir patear los penales. También dar por concluido el partido si el mismo le era intolerablemente adverso. El “pan y queso” era otro ejemplo de justicia. Todos los jugadores se repartían a uno y otro lado. El barrio cotizaba sus cracks en cada “picado” que se armaba, y los primeros en ser elegidos sacaban pecho al saberse reconocidos por su habilidad. Se repartía con equidad. Todos jugaban. No había suplentes. Y si a alguno lo venía a buscar su vieja, y el equilibrio se rompía con la salida de ese jugador, siempre algún voluntario se pasaba de bando, sin importarle pasar a perder. Jugar a la pelota nos permitía conocer a los líderes de los otros grados de nuestro cole. Incluso de las escuelas de otros barrios. Y esos “mezclados” que se armaban, con el devenir de los años reflotarían alianzas inquebrantables, nacidas en los lazos irrompibles de algún potrero de barrio. A nadie le interesaba el resultado. Solo contábamos los goles para saber si el partido era “parejo” o había “afano”. Con un resultado parcial “ecúanime” todos queríamos seguir jugando. Un resultado abierto, garantizaba la continuidad del juego, y alejaba la posibilidad de un “gozada” en público. Gambetear al último jugador dos o tres veces valía más que el gol. Aquel juego de pelota, entonces no lo sabíamos, era la esencia más pura del fútbol.
28/6/2012
- Autor: argentino nadies (Seudónimo) ( Offline)
- Publicado: 1 de septiembre de 2015 a las 13:49
- Comentario del autor sobre el poema: Repaso valores que entonces no comprendí. Analizo enseñanzas que subestimé ayer. Un aprendizaje jugando a la pelota (no al fútbol) donde nos reuníamos jóvenes de diferentes edades, barrios y escuelas.
- Categoría: Cuento
- Lecturas: 27
- Usuarios favoritos de este poema: Trovador de Sueños ...y realidades.
Comentarios1
Muy bueno... lo disfruté, hermano... deja mucho.
Saludos cordiales.
Estoy seguro que en toda sudamérica, los potreros son lugar de encuentro y amistad en torno a una pelota, sea de cuero o de papel de diario y medias..
Así es, hermano... así es.
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