No sabía bien dónde me encontraba,
pero una cosa era cierta: era el lugar perfecto para que cada una de mis vertebras
sintiese el amor recorrer por mi cuerpo,
sentía cada vez más cerca su respiración,
el latido de su corazón entraba en mi cabeza y hacía que me olvidase
de todos los dolores humanos,
ella me hacía sentir que podía volar,
que sabría como hacerlo,
ella era mis alas, las fuerzas que me impulsaban a andar,
a correr... Pero siempre a sus brazos, no conocí nunca otro destino,
otro rumbo que no fuese ella, ella, ella, ella...
Una mujercita con ojos miel,
cabello oscuro y una piel tan excelsa que lo único que quería hacer
era recorrerla con mi lengua, mordiendo cada uno de los lunares,
llevando la cuenta, y si me perdiese:
comenzar una y otra vez.
Pensaría seriamente en perderme intencionalmente
cuando casi termine, solo para saborearle
una y otra y otra y otra vez.
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