Yo fui quién la mató.
Fui tirando uno a uno
sus cabellos
como si fueran largos
y frágiles pétalos.
La hice gritar. Llorar.
Destrocé una a una
sus uñas.
Las separé de la carne,
lentamente, con calma,
para que sintiera el dolor
siempre dentro de sí.
Mutilé sus pies,
sus tobillos.
Para que no pudiera huir,
ni correr.
Fue simple y doloroso.
Conseguí dejarla anclada.
Después vino su rostro,
y le arranqué la piel a tiras.
Le eché limón y sal para que escociera
y triste de ella que, solita,
agarraba la botella.
Quemé sus pechos
y fueron ceniza.
Como el recuerdo de un cigarro.
Fuego. Suspiro. Dolor. Picor.
Con una pizca de satisfacción.
Le hice creer que estaba loca,
que era la culpable de su tortura.
Y su locura.
La ayudé a herirse,
abrirse y a sellarse.
A lamer su propia sangre.
Succioné su vida
hasta verla así,
en lo que "es" ahora.
En nada. En vergüenza.
En tristeza. En miseria.
Se odia, se hiere
y se vuelve a odiar.
Joder.
De qué manera asesiné a la mujer que habitaba en el espejo.
Comentarios1
Lindo poemas , felicidades .
La ayudé a herirse,
abrirse y a sellarse.
A lamer su propia sangre.
Muchas gracias, Jaiah. Me alegra mucho que te guste.
Un beso.
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