Relato inspirado en la leyenda homónima; milagro atribuido
a la imagen del Nazareno de San Pablo
Caracas, Provincia de Venezuela, 1696. En una acalorada mañana, Don Nicanor Iturbide y Casas, acaudalado mantuano de aquella pequeña metrópolis, yacía meciéndose en su hamaca, en uno de los amplios corredores que servían de antesala al patio concéntrico del interior de su casona. En la parte posterior, más allá de los límites de esta edificación, se extendía una amplia huerta sembrada con una gran variedad de árboles frutales que para el momento permanecían inmóviles; petrificados por la rudeza del sol y la total ausencia de brisa. El incesante calor y los zancudos no dejaban de salpicar la piel reseca de aquel pensativo hombre. En los senderos de sus extraviadas cavilaciones, Don Nicanor recordaba las firmes lecciones de formación cristiana que había recibido de sus padres desde los tiempos de su lejana niñez. Ahora, contrariado y exhausto, confrontaba los días presentes bajo el peso de un interminable debate entre la fe, la vida y la muerte.
Un oscuro manto de desgracia se había expandido rápidamente por todas las calles de la emergente ciudad. Un inesperado e incontrolable brote de fiebre amarilla –llamada por los lugareños “calentura amarilla” o “vómito negro”- estaba dictando la sentencia de muerte sobre las vidas de los caraqueños sin distinguir raza, sexo, edad o condición social. La calamidad que se respiraba en aquellos días se hacía cada vez más abrumadora y cotidiana. Caracas lucía en un caos por doquier. Los decesos ocurrían a diario y a cualquier hora, todos como consecuencia inevitable de la calentura amarilla. Era muy común ver el continuo traslado de cadáveres desde las casas hacia el camposanto improvisado en la parte posterior de la Capilla de San Pablo. Toda la ciudad se había convertido paulatinamente en una inmensa necrópolis. El índice de fallecimientos se hizo tan acelerado que muchos difuntos fueron enterrados en los solares de sus propias casas.
La peste amenazaba con corroer todo a su paso. Las caballerizas y graneros lucían sucios y maltrechos, las habitaciones inundadas por lágrimas de dolor, los patios desolados bajo una atmósfera de infinito silencio. La alegría del canto de los pájaros se había ahuyentado. Así, inmerso en esta pesadumbre, las noches y días de muerte no dejaban de cincelar la amargura del agobiado Don Nicanor. Ya se sumaban casi diez meses de constantes tragedias. La calentura fatal se había llevado la vida de sus dos hijos, sus dos únicas hermanas, cuatro de sus criadas y casi una decena de vecinos quienes vivían en las casas adyacentes a su cuadra. Ahora, y no bastando con este funesto saldo, una nueva preocupación desgarraba la paciencia y los temores de Don Nicanor. Su esposa, Doña Carmelina de La Fuente, había amanecido empapada en sudor tras un breve episodio febril. Ya promediaban las once de la mañana y no había querido levantarse de su cama.
De repente, una voz trémula interrumpió el movimiento pendular de la hamaca. “Mi señor, su esposa quiere verle. Tiene rato preguntando por usted”. Era la voz de la mulata Matilda, la única criada que quedaba para cumplir con los menesteres del aseo doméstico y las labores de cocina. Pausadamente, Don Nicanor se puso de pie y se trasladó hasta la habitación que compartía con su querida esposa. Se sentó en la cama junto a ella, y tocándole las mejillas con el revés de sus manos escuchó atentamente lo que le suplicaba: “Nicanor, siempre has sido un hombre noble y de buen corazón. Por favor demuéstrate a ti mismo el valor y el tamaño de tu fe. No dejes que la desesperanza se convierta en el verdugo de nuestras vidas. Debemos orar y buscar a Dios. Solo Él tiene el poder para imponer la vida sobre la muerte. Prométeme que mañana asistirás a la procesión que acompañará a la imagen del Nazareno de San Pablo en su recorrido por las calles de la ciudad. Anoche soñé que una voz divina sacudía las puertas y ventanas de nuestras casas…, y esa voz provenía de la capilla en donde preservamos la imagen de este santo”.
Tras esta revelación, a Don Nicanor se le erizaron todos los vellos de ambos brazos. Asintiendo entonces le respondió: “Mi amor, por supuesto que iré. Solo la mano de Dios puede sacarnos de este abismo”. Doña Carmelina sabía del escepticismo y del carácter irascible que se habían adueñado de su esposo en los últimos meses. Desde la aparición de la peste, una sensación de rabia y miedo se habían apoderado de Don Nicanor; era una pavorosa sombra que lo perseguía por todos los rincones de la casa. Aún no estaba segura de si la respuesta que le había dado era para complacer sus oídos; o si por el contrario, era el producto de un verdadero acto de fe.
Al siguiente día por la tarde, la pequeña capilla quedó abarrotada de personas. Quienes continuaban llegando comenzaron a apostarse en los alrededores de la Plaza Mayor, buscando la frescura de las sombras de los árboles. Entre los hombres y mujeres agolpados en la entrada de la capilla, irrumpió la presencia de Don Nicanor. Sudoroso y con el rostro visiblemente pálido, con suaves palmadas y algunos abrazos saludó a los más conocidos. Cuando la santa imagen pasó junto a él, tocó el borde de su manto y con la misma mano se persignó. Al iniciarse el cortejo en medio de las oraciones de un Padre Nuestro, muchas de las mujeres no pudieron contener su llanto. Inclusive, algunos hombres con pañuelo en mano enjuagaban la humedad de sus ojos, ya enrojecidos de tanto pesar. Lentamente la procesión marcó sus pasos por las calles empedradas de aquella Caracas de los techos rojos. Algunos niños se asomaban a las puertas y luego corrían hacia el interior de sus casas para avisar a sus enfermos que habían visto la imagen del Cristo redentor.
Fue así entonces que al tratar de cruzar en una esquina, el rostro con la corona de espinas del Nazareno de San Pablo se enredó con una rama de una mata de limón que sobresalía por encima de la tapia de un corral perteneciente a una de las casas. Varios limones cayeron al suelo. “Es una señal de Dios”, gritó uno de los feligreses que portaba la imagen. Al instante otro agregó: “¡Es un milagro!” Un limón rodó hasta los pies de Don Nicanor –quien al oír aquellos vaticinios- lo tomó esperanzado y lo guardó en uno de sus bolsillos. Todos los presentes alzaron su vista al cielo, se persignaron y llenos de mayor fe continuaron el cortejo. En los días siguientes, muchos pestosos fueron sanados gracias a las bondades de aquella milagrosa limonada. Para la dicha y la consagración de la fe de Don Nicanor, entre los sobrevivientes estaría su amada esposa, Doña Carmelina. A raíz de este extraordinario suceso, el pueblo de Caracas vería nacer la inmemorable tradición del Limonero del Señor.
“Las enfermedades, las calamidades y las tragedias provocadas por la naturaleza suelen llevar nuestra mirada y oraciones hacia los cielos…, desde allí, el Dios Todopoderoso y misericordioso nos envía su divina respuesta que debemos asumir con verdadera fe cristiana”. (El autor).
[email protected] (*) Profesor de Inglés
- Autor: PIVA. (Seudónimo) ( Offline)
- Publicado: 25 de marzo de 2016 a las 19:07
- Comentario del autor sobre el poema: Un cuento de mi hermano Juan Cardona.
- Categoría: Cuento
- Lecturas: 346
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