La tarde me había visto llegar al silencioso muro que se extiende junto al río ese cubierto de enredaderas con campanillas entre azules y violetas que se abren paso entre las hojas para contemplar la danza de las olas, embriagado de tristeza.
La decisión de atravesar la calle de la vida para subirme a la barca de las sombras, alejándome para siempre del puerto sombrío de mis días estaba tomada.
Una marchita hoja exhaló su quejido lastimero bajo mi pie, mientras la espalda de una mujer se alejaba al ritmo de sus pasos apurados. Una colilla apagada me dejo su sensación de muerte flotando en el alma, que hacia un ultimo y desesperado esfuerzo para cambiar mi decisión, reviviendo a mis recuerdos más alegres, vanamente. Fue en ese instante cuando ella, la rubia pasajera, al descender del colectivo dejo que en sus labios floreciera una sonrisa, tan solo para que mis ojos se la robaran.
Desde esa tarde en el lecho del río, duerme su impotencia una pistola.
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