Cruzo el umbral de un nuevo día. La ciudad desierta todavía duerme en brazos del hastío, sus calles son amplios corredores huérfanos de bocinas y gritos ensordecedores; extraña quietud de los pasos extraviados, caminar es disfrutar del silencio que abruma. Dos perros callejeros se disputan una presa, tirada en un basurero atiborrado de bolsas rotas, promontorios de excesos que nadie recoge, apenas una anciana arrastrando sus años, tiene arrestos para seguir luchando en la tierra de las penurias. Se abre camino, encorvada, meditando en cada paso que da entre aquella soledad que le recuerda al olvido. En su bolsa lleva un mendrugo y un pedazo de torta para Tobías Arispe, un nonagenario que vive en calles. Lo busca para compartir su cena navideña con un día de retraso, el mundo avanzó en las horas posteriores de la gran celebración, para ellos todo se reduce a vivir entre viejos periódicos, colchones y la buhardilla escarapelada de un rincón sin muebles ni aparejos. En medio de su infortunio se abrazan; son más auténticos que millones que se disfrazan de felicidad y sonrisa fingida. Sus necesidades las soportan aprendiendo a vivir con lo poco que una sociedad brutal les legó como herencia: Un maloliente rincón donde todos miran de soslayo, sin lugar para la esplendidez, pero tampoco para la mentira. En un plato de peltre con flores casi desaparecidas colocan su alimento. Tobías alcanza una jarrita con jugo de las naranjas recogidas en el mercado. Sonríen y festejan como si se tratase de una opípara comelona. No se quejan por su suerte, solo viven el día tras día. No hacen grandes planes a futuro ya que conocen que transitan por su última vereda en la estación terrena. Frente al juzgado del pueblo dos niñas juegan con una muñeca rota. Ellas al igual que la muñeca, saben lo que es no tener brazos; sus padres casi nunca le dieron un abrazo en navidad. Esa añeja muñeca rota, mutilada en lo profundo, es la viva representación de quienes teniendo amor se lo guardan. Son cariños de minusvalía extrema, hacedores de corazones llenos de cerrazones infinitas. En la inocencia lograron encontrar quien pudiese simbolizar su vivo retrato del desafecto.
En los alrededores de la plaza Bolívar, quedaron los últimos vestigios del festín. Desde su atrio inmortal los ojos impávidos del Libertador, observa sus espacios llenos de borrachines durmiendo en los bancos. El desenfreno decembrino los dejó acurrucados entre la escasísima fronda de los arboles. Botellas tiradas como herencia de historias que sucumbieron ante el vicio. Cuando el sol irrumpe en los rostros de algunos de ellos, estos aligeran un nuevo trago para proseguir su marcha hacia otra jornada de jerga.
- Autor: ALEXCAM (Seudónimo) ( Offline)
- Publicado: 22 de octubre de 2016 a las 16:53
- Categoría: Sin clasificar
- Lecturas: 16
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