¡Oh Dios, nada me queda por ver!
Vana soberbia la mía, que osa creer.
Mil veces, en mi eterno enredo asumo,
para luego confesarme con mi alma e
intentar un acto de comunión que no
consigo, porque me invaden las dudas.
¡La vanidad es el prefacio del engaño!
Yo solía decir: Señor, he visto de todo.
Cuánta pérfida jactancia hay oculta en
tal aserción, cuánta avaricia del saber…
Insolente osadía que envilece, es la mía.
Los gritos gruñen y el dolor me apena…
¡La trampa está en la futilidad del dogma!
He visto los llantos propios y los ajenos
y he llegado a pensar que son distinto.
Pero, no, el cauce de ese arroyo diáfano
sigue la misma ruta inclinada y es fuente
de dolor que excita la ablución del alma.
¡La pena deviene de la negación de un otro!
Nada es vecino o lejano si señalo al ser, si
hablo de ellos, los otros, o me refiero a mí.
En el dolor somos distantes y en la alegría hay
temor y celos; sufrimos, no oteamos a la muerte
y morimos en desaliento y aflicción por miedo.
¡Todo lo humano nos ocupa y, aquello que rebatimos,
nos es más propio que lo que pensamos es ajeno!
Raiza N. Jiménez/ 14/11/2016
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