Ya había terminado la ceremonia, la señora Mouthounet, se deslizó envuelta en su mortaja por la borda, hacia el mar.
Era un frío amanecer del año 1885, el sol salía por el horizonte, levantando una tenue brisa, que rompía la aparente inmovilidad del mar.
Por debajo, en las entrañas del barco, la maquinaria rugía sin descanso, apenas semejando el llanto apagado de las mujeres, que piadosas rezaban ante el cadáver de la señora Mouthounet.
Él, Don Augusto, ingeniero contratado por el ferrocarril francés, para obras en Argentina.
Argentina, tan lejano le pareció al Ingeniero Mouthounet
que debió buscar en el planisferio, informarse sobre cuán primitivo y “sauvaje” era ese páramo. Cómo le diría a Paulette Renault, su esposa tan acostumbrada a las buenas cosas de su condición social. El ferrocarril minimizaba los temores, asegurándole un tentador contrato y la seguridad necesaria para él y su joven esposa.
Partieron de Bourdeos un atardecer de febrero, todos sobre la borda, saludando con pañuelos, soportando los más desesperados llantos, sobrepasados por la sirenas de los barcos.
Pronto se hizo de noche, la cena de etiqueta en la mesa del capitán, se alargó en historias de sobremesa, en las que Augusto descollaba con encanto su señorío.
Al amanecer, Paulette ardía en fiebre, en un cuadro alarmante. El médico dudaba del diagnóstico, dándole las pocas medicinas disponibles en ese lugar y tiempo. Sangrías, lavativas, rezos y desesperación.
Por fortuna, una pasajera embarcada con su padre
, Marie Louise una joven de no más diez y seis años,
asistió desde el principio a la enferma, pues Augusto no podía en su marasmo, atender las necesidades de su esposa moribunda.
Pasaron dos días y ocurrió lo previsible, infinitos pésames
una áspera discusión con el Capitán, por el destino del cadáver y la final comprensión por parte de Augusto, de las limitaciones técnicas en la nave, que impedían la conservación de la difunta, hasta llegar a puerto. El único lugar refrigerado, se destinaba a los alimentos y era a todas luces, poco recomendable una situación tan bizarra.
Tras velar en intimidad, durante la noche acompañado por un reducido grupo, al amanecer se preparó el cadáver de la señora Mouthounet, con un trozo de lona blanca y unos rústicos cordeles, a modo de mortaja, para depositarla sobre una plancha de madera.
Augusto, depositó su último beso con ampulosidad teatral
mientras los músculos de la cara, se tensaban al infinito.
Cuatro marineros, presidían el cortejo, llevando la plancha con Paulette amortajada. Detrás Augusto y el Capitán,seguidos por algunos pocos pasajeros, entre ellos Marie Louise, llorando en total desconsuelo.
Recordando las pocas conversaciones que pudo tener con Paulette. La última no dejaba su mente , en ella, le pedía que cuidase de Augusto, que era como un niño.
La mortaja, golpeó el mar entre espumas, desapareciendo en un punto impreciso del Atlántico.
Tres días pasaron, en los que Augusto no salió del camarote.
Ya atardecía y tras higienizarse, se vistió con su mejor traje, sombrero y el infaltable bastón con estoque, que acostumbraba usar. Dentro del saco, puso el revólver, dejó ordenado el camarote. En el pequeño escritorio, unas cartas para su familia y otra para el Capitán, junto a esto un sobre con dinero para el personal de limpieza que lo atendiera.
Salió por los pasillos, saludándose con los pasajeros que cruzaba, todo lo gallardo que podía ser. Afuera el mar se iluminaba por una enorme luna, quebrada en miles de reflejos, en un mar plano como un espejo.
Buscó un lugar solitario en la popa, sentándose, dejando que la congoja le diera el valor necesario.
El llanto lo invadió sin freno en esa soledad definitiva, no podría saltar por la borda y así unirse a Paulette, estos eran sus pensamientos.
Pero matarse de un disparo, le sonaba bochornoso, poco delicado, quién encontrase el cadáver,quedaría con una pésima impresión, quería un final romántico, que supieran de su dolor irreparable.
Sacó el revólver, pensando en dispararse inclinado al mar y así desaparecer como Paulette, en medio de espumas.
Siglos de pensamientos lo llevaban, cuando una pequeña mano, se posó en su hombro mientras continuaba llorando.
Marie Louise, se sentó a su lado, cubriendo con sus manos el arma, hasta que la soltó, ella con un gesto la tomó y levantándose la arrojó al mar.
Regresó al banco, junto a él, lo miró a los ojos diciéndole que ya con una mortaja, el mar estaba satisfecho.
Luego le contó, una historia de marineros, decía que el mar nunca lleva números pares y que la única manera de tirarse, sería con ella.
Un largo silencio, los unió, la luna estaba alta, cuando se pararon frente la borda.
Él, alto y elegante con su estoque, ella tomada de la mano, bajita como una niña, mirándolo hacia arriba, con la cara encendida.
El clima, lentamente tornaba a ventoso, un aire cálido del continente, encrespaba el oleaje. En el cielo, por el oeste nubes como corderos, intentaban tapar la luna.
Lo inevitable, eso que no se piensa ni desea, se selló sin papel ni tinta, mucho menos letras en fondo blanco.
Esa noche, las estrellas danzaron en vientos del desierto
celosas de esos besos, definitivos, últimos y desesperados.
- Autor: Esteban Couceyro (Seudónimo) ( Offline)
- Publicado: 20 de noviembre de 2016 a las 11:22
- Categoría: Amor
- Lecturas: 101
- Usuarios favoritos de este poema: Rafael Rec
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