LA RATA
Me contemplaba desde unos pequeños riscos, fijamente, con obsesiva atención, pero sin detener sus nerviosos y naturales movimientos.
Algunos peñascos desparramados eran los únicos accidentes naturales que rompían la monotonía de la isla rodeada por el paisaje marino, sin ningún elemento que fuera distinto de la uniforme y aburrida continuidad del mar.
La maldita rata me vigilaba incansablemente y no había para ella mejor enemigo que yo.
Mi pequeño barco que realizaba cortas excursiones por esa zona del Caribe se prendió fuego, ardió cuando amanecía y se lo trago la paciente voracidad del mar.
Yo sabía que estábamos en un cayo deshabitado del archipiélago de San Andrés y Providencia y que antes que desesperar había más bien que pensar.
Pero estaba la rata, la maldita rata, a toda hora. Me contemplaba de mañana y de tarde, y sabía que por las noches rondaba muy cerca mío.
Yo la vi bajar a la pequeña isla desde unos maderos flotantes después del naufragio cuando yo también llegaba.
Se sentaba a veinte o treinta metros, y me estudiaba.
Con cautela pero con decisión, amenazante pero con paciencia.
Reposada, pero con el torso enhiesto.
En algunos momentos se echaba y su mirada fija no dejaba de observarme.
En esa posición media cuarenta o cincuenta, pero erguida los centímetros se hacían sesenta o setenta; ¡carajo!, era una enorme rata.
Si la idea del animal era ponerme nervioso, lo estaba logrando ampliamente.
Las gaviotas hacían lo suyo y el mar proseguía su danza de aburrido susurrar amagando eternidad.
La rata y yo continuábamos nuestro duelo tropical de angustia, que se agravaba y marchaba hacia la extenuación.
Unas pocas palmeras se levantaban en el cayo estéril, que si bien sirvieron en principio, por los escasos cocos que sostenían, eran inútiles para la mínima protección del Sol.
El Sol del Caribe no daba tregua por diez horas mínimo.
Me cubría la cabeza con alguna hoja de palmera.
Y los pantalones rotos y la camisa ajada protegían el resto.
Era insoportable la comezón que esa ropa producía sobre mi piel por la transpiración junto con la sal reseca del agua de mar.
Y los bordes de la tela rozaban las llagas de mi cuerpo enrojecido lastimando la superficie mortificada del pellejo herido por la resolana.
La rata astuta iba siguiendo los estrechos ángulo de sombra que dejaba el Sol alrededor de los pequeños riscos, en su marcha por el agobio del día entero.
Mientras tanto se asomaba entre las piedras y me miraba, a veces desde un rumbo y a veces desde otro; por delante y por detrás o por los costados siempre conservando la distancia.
A la bestia le sobraba astucia y paciencia dentro de lo apremiante de la situación.
Su organismo impediría sin duda por cuestiones de rechazo digestivo la empalagosa e insufrible dieta del coco.
Y en muy poco tiempo rechazaría con el vómito la ingesta de raquíticos y asquerosos cangrejos.
Pero había por parte de la rata una ventaja inasequible sobre mí; podía permanecer casi indefinidamente sin agua.
Y yo por el contrario veía con alarma disminuir mis reservas.
El tiempo nunca pasaba en esa monótona soledad.
Al principio me distraía la contemplación del entorno pero después se me hacía tedioso y “antipático”.
Presumo que habría entrado a funcionar alguna forma de mecanismo defensivo ya que mi sueño había cambiado radicalmente en su régimen.
Ahora era liviano y esporádico y nunca puso en riesgo mi pellejo un sueño profundo.
La rata vigilaba pero su instinto muy agudo le impedía lanzar sobre mí un ataque que me hubiera degollado.
Yo descansaba de a ratos y no sabía en qué momento el agotamiento me vencería y profundamente dormido la rata me degollaría a su antojo y placer.
La tensión del alerta necesariamente disminuye; y en esos breves instantes de tregua tenia ensoñaciones que me llevaban a la apacible observación del cielo del norte.
La Osa Mayor me contemplaba y el ojo atento de la Estrella Polar parecía que ponía sobre mi melancolía toda la atención estelar.
Las estrellas, el mar, la rata y yo.
Todavía conservaba una parte de la pequeña provisión de galletas y de queso que había rescatado de mi balandra.
Ese alimento era la obsesión de la implacable rata, y una noche desperté sobresaltado y sorprendí a mi enemiga buscando entre mis pertenencias.
En la oscuridad estire el brazo y alcancé a tocar su pelaje; se oyeron espantosos chillidos y sentí sus dientes en mi mano.
La rata huyo, pero la primera sangre fue un logro suyo.
¡Jamás pude sorprenderla dormida!
Cada día que pasaba tanto el animal como yo sentíamos el hartazgo del dulce y empalagoso jugo de coco y nos resultaba más asquerosa todavía su pulpa.
Con la ansiedad crecía la peligrosidad de la rata.
Pero yo tampoco estaba tranquilo; el feroz roedor tenía en mente sin duda alguna la minuciosa e implacable idea de devorarme, y por momentos sus audaces acercamientos eran más frecuentes y peligrosos.
Estaba dispuesto a terminar a mi favor aquella desalmada peripecia.
Rebusqué en un sobre de plástico entre los precarios medicamentos que había salvado para mi botiquín y utilice varios comprimidos para preparar con la última sobra de provisiones un bocadillo que sería un manjar para el gran ratón.
Cuando esa noche se acercó, comió golosamente ya hastiada del asqueroso coco por lo tan repetido.
La seguí y después de un corto tiempo la encontré dormida y clave sin asco en su corazón la astilla que para esa industria llevaba.
¡ El Rohypnol había cumplido!
Al rato nomas me llamó la atención un movimiento.
Las pequeñas ratitas se movían muy sueltas y me miraban.
Se ha comprobado que la rata hembra es capaz de mantener fértil en su organismo el semen del macho hasta pasada la gestación para, una vez alumbrada la camada, auto fecundarse de nuevo.
Las crías me contemplaban desde unos pequeños riscos, fijamente, con obsesiva atención, pero sin detener sus nerviosos y naturales movimientos.
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- Autor: juan maria (Seudónimo) ( Offline)
- Publicado: 26 de noviembre de 2016 a las 22:55
- Categoría: Sin clasificar
- Lecturas: 21
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