El visitante detuvo su recorrido en la
cómoda de su habitación. Albergaba
incertidumbres, cajones no del todo
bien cerrados y algún tirador inexistente
hacía imposible la tarea del equilibrio a
la hora de elegir la ropa interior.
El visitante no reparaba en lo insustancial:
el estilo o tipo de decoración. Sus ojos
escudriñaban con pasión el mobiliario,
todo segunda mano, todo reciclado.
Ya sabía varias cosas de ella: pintaba,
sobretodo abstracto, le gustaba el
mundo infantil, las paredes atestaban
dibujos de sus hijos, dos niño y niña,
y era melancólica, tenía ese apego por
las cosas usadas y por su forma de hablar,
por la vida que desgasta.
En este amor por lo desgastado, quería
el visitante irrumpir con lo suyo, pero
no sabía cómo hacerlo, o más bien, cuando,
el marido estaba siempre cerca y siempre
al acecho. Pero el visitante llevaba mucho tiempo
sintiendo algo más que atracción por ella,
si la libertad tiene una forma esa era la manera
en que él se reía con ella y pese a la felicidad
matrimonial manifiesta, había claramente una
viceversa.
No cabía la menor duda de la pasión imaginada
por ambos y él intuía que la tristeza ganaría la
partida: Esta cómoda es como la de mi abuela,
también era de mi abuela, tenía hasta los mismos
tiradores, yo no encontré los que faltan y por eso
la he dejado tal cual la ves, me encanta y me
recuerdas a ella, ¿ah sí?, sí también me encantaría
descubrir lo que llevas dentro, ¿a qué te refieres?,
escondes mucha vida y mucho misterio, lo
percibí rápido en tu mirada, eres muy perspicaz,
solo soy un hombre que no deja escapar la
oportunidad, ¿de qué?, de visitar el cielo,
¿aunque después te lleve al infierno?, no hay
otra manera de visitarlo que con riesgo, ahora
entiendo porque te llaman el visitante y toma
mi número de teléfono.
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